domingo, 8 de septiembre de 2024

Encuentro con el verdugo de Pablo De Santis

Tuve que viajar por motivos de trabajo a una ciudad del norte. Llegué a al caída del sol y caminé en busca de alojamiento. En todas partes me decían lo mismo: no había lugar para mí. Entré en la calle más angosta y oscura, confiado en que nadie más que yo buscaría una habitación entre aquellas paredes. La dueña de una de aquellas cuevas miró y con su único ojo mis monedas y aceptó darme una habitación. El precio fue alto./ -El único inconveniente es que tiene que compartirla./ No me importó: Había dormido con las peores compañías. Me tendí en un catre de madera, junto a la ventana. En el fondo de la habitación, en una cama de madera, alguien dormía./ Al despertar encontré, al pie del catre, a un hombre gigantesco. Había emepezado a hablar antes que abriera los ojos./ -Los dos somos forasteros. Este no es un buen sitio para forasteros./ Me contó el largo viaje que los había llevado hasta allí. Lo escuché con paciencia. Después de su relato dijo: -No sabés quién soy, sino hubieras hablado conmigo. Soy el verdugo./ Esperaba que me alejara de un salto./ -Un oficio como cualquiera-dije./ El extraño y sombrío hombre buscó entre sus cosas una varilla de madera, atada a una correa de cuero./ -Cuando voy al mercado tengo que señalar los alimentos con esta vara. Nadie quiere comer una manzana que ha sido tocada por la mano del verdugo./ -Veo que es un pueblo de gente ignorante y supersticiosa- dije con desgano./ -Vienes de afuera y dices de no creer en estas cosas. ¿Pero acaso serías capaz de darme la mano?/ Me tendió una enorme mano roja, llena de cicatrices: heridas y marcas dibujadas por el roce de las sogas y el filo de las hachas./ Apreté su mano, menos fría que la mía./ -Es la primera vez que alguien le tiende la mano al verdugo. ¿Quién eres, que no le tienes miedo a nada?/ -Soy el nuevo verdugo- respondí-. He venido a reemplazarte./ Pablo De Santis. Cuento publicado en el libro Rey secreto, Editorial Colihue. (2005).

Crimen robado de Hector Galmés

Crimen robado Héctor Galmés Subió al tranvía sin importarle qué destino llevaba, y se bajó en cualquier parte. Sintió bajo las suelas gastadas las turgencias de los adoquines calientes aún, después de aquel día bochornoso de diciembre. Se sentó en el cordón de la vereda para aflojarse las cintas de los zapatos y se quedó un rato allí, mirando las copas de los plátanos iluminadas por los altos faroles de la avenida. Nadie transitaba por las aceras sombrías. Puertas y ventanas estaban cerradas. Era casi medianoche. Pero esta vez vencería al insomnio; caminaría hasta el agotamiento, y cuando se tirara sobre la cama no lo incomodaría tanto el calor del colchón de lana ni los olores ácidos que subían de la cocina. No pedía más que poder dormir un par de horas de corrido. Nada más que un par de horas, hasta que algún anciano lo llamara para que le alcanzara el orinal, otro, para que le cambiara las sábanas empapadas, aquél, para que le diera la primera toma de su medicina, éste, para que le masajeara la espalda. Le inspiraban aversión y también envidia, porque consideraba que era más llevadera que la suya, la existencia de aquellos desgraciados que no acababan de morirse (y cuando alguno expiraba, venía otro a reemplazarlo de inmediato)./ Pasó un tranvía sin pasajeros, con el motorman tieso y el guarda adormilado. Tal vez fuera el último. Mejor así. Eso lo obligaba a caminar y a distenderse. Cuando el golpeteo de los hierros aún no se había ahogado en la distancia, oyó voces y risas medio contenidas. No logró averiguar de dónde procedían./ Posiblemente de alguna habitación a oscuras, con las ventanas abiertas de par en par y las celosías cerradas, o acaso de algún balcón donde trasnochaba gente sin sueño y agobiada por el calor. Se reían de él: un hombre sin perro. A esa hora no se podía salir sin perro, sin llamar la atención. Él no tenía. Solo un gato medio ciego que lo esperaba estirado sobre la colcha. Se arrimó a la pared y apuró el paso para escapar a las miradas curiosas./ Siguió caminando. Ahora se aproximaba a las luces del Hospital Militar./ Más allá de la avenida Larrañaga, se espesaban las sombras y el silencio parecía definitivo. La mayor parte de los faroles estaban apagados o habían sido destrozados por pedradas certeras. Se le ocurrió que podría ser atacado por patoteros; pero quien podía adivinar que un caminante solitario se desplazaba en la tiniebla. Además no llevaba reloj y tenía poco dinero. Esas carencias lo ayudaban a sentirse seguro (...)/ Tenía la boca reseca. Buscó un caramelo de menta en el bolsillo del pantalón, le quitó la envoltura de celofán, se lo llevó a la boca y lo chupó lentamente. Se sucedían puertas cerradas. No todas. A media cuadra de distancia, la luz de un zaguán proyectaba un rectángulo amarillo sobre la vereda. Quiso mirar, por curiosidad, por tratarse de la única puerta abierta. Un novio se estaría despidiendo, o visitas de última hora; tal vez hubiera enfermos y esperaban al médico... Quedó inmóvil en medio del rectángulo amarillo, fascinado por aquel cuadro. Tuvo intención de llamar a los de adentro. A través de los vidrios de la puerta cancel vio dos mujeres, al final de un largo pasillo. Escuchaban por la radio un vals de Canaro. Una de ellas hacía tejido de ganchillo y la otra, con un codo apoyado en el borde de la mesa leía una revista. No supo qué hacer: si golpear el llamador, o abrir la cancel y gritarles, o huir antes de que alguien lo viera./ Imposible huir. Lo retenía una atracción irresistible. Se atrevió a trasponer el umbral. No cabía duda de que el hombre estaba muerto. Tenía la serenidad de los mártires de las estampas. No presentaba señales de lucha. El asesino lo había tomado de sorpresa. Conservaba los anteojos en su lugar; bajo los cristales de aumento, montados en armazón de metal plateado, brillaban unos ojos muy claros, como esferas de agua./ La herida en el costado izquierdo sangraba poco, tal vez la impresión y no la herida había puesto fin a la vida del anciano, sobre cuya calva se posaba una mosca./ El arma homicida, una sevillana de hoja labrada y mango de hueso, había sido abandonada sobre el escalón, junto al marco de la puerta, por el criminal, acaso involuntario; se trataría de un rapiñero inexperto, o simplemente de un loco./ Se agachó para recoger el arma; sintió deleite al empuñarla, y la acercó al pecho del muerto para probar el filo en uno de los tiradores que levantó hasta que el elástico se cortó y sonó como un latigazo./ Cuando alzó la cabeza vio la cara desfigurada por el espanto tras los cristales de la cancel. Mientras la mujer gritaba como loca, él se incorporó pesadamente, cerró la sevillana, la guardó en el bolsillo y se retiró sin prisa. Dobló la primera esquina y anduvo hasta dar con un boliche abierto en el que dos parroquianos comentaban con el dueño la persecución y entrada a puerto del acorazado alemán. Se hizo servir una cerveza y la bebió de a sorbitos. Se sentía reanimado, con el convencimiento de que a él tampoco le hubiera faltado coraje para ultimar al hombre. Y de haberlo hecho, hubiera confesado lisa y llanamente y aun inventado agravantes, aunque más no fuera para mortificar a los ancianos que se horrorizarían de pensar que habían convivido tanto tiempo con un criminal; y ya no podrían dormir, y si lo lograban tendrían pesadillas en las que él los visitaría noche a noche empuñando una gran navaja. Pero, pensándolo bien, en la cárcel la pasaría mejor, mucho mejor. Podría dormir largas siestas, comería siempre a la misma hora, y se haría de amigos, por qué no. Además le darían la oportunidad de aprender un oficio. La cocinera, era seguro, iría a visitarlo los domingos y le llevaría golosinas y cigarrillos./ Estaba decidido: se haría cargo de esa muerte./ Héctor Galmés El País Cultural Nº 235