domingo, 9 de mayo de 2021

Fragmento de un cuento de Andrea Arismendi Miraballes Mes del Libro


    El lunes por la mañana la fiebre me acompañó durante la jornada de trabajo. Pasé las horas lentas, absolutamente inquieta, reconcentrada en los sucesos del día anterior, asustada por la cantidad de sangre que había salido de mi nariz, preguntándome si estaría enferma o hasta moribunda y no lo sabía. Al salir, el caníbal estaba parado en la acera frente al lugar donde aguardaba el bus. Me hacía señas con una mano, me saludaba, me invitaba a cruzar la calle. Lo ignoré como puede. Cuando llegué a mi casa intenté no pensar en lo que había ocurrido. Fue imposible. Cada vez que quiero escapar de un pensamiento, este se tornaba obsesivo y hasta sueño con él. No hay voluntad posible que nos aparte de nuestra mente. Decidí que no tocaría el maletín en unos días y que visitaría a mis padres en cuanto tuviera un día libre.

     La semana transcurrió entre la irrealidad de la vigilia y las pesadillas nocturnas. La presencia del caníbal era agobiante con su constancia; cada vez que salía del edificio estaba frente a mí, silencioso y gesticulando. La fiebre no cesaba, los recuerdos y pensamientos en torno al aljibe me acosaban continuamente. La cara imposible del mandril, sus compañeros, cada uno tan desagradable como él, me provocaban una especie e vértigo, una sensación de caída que me hacía incorporar en la cama a la noche. (…).
     Revolví papeles buscando el número de teléfono de la central de mi piso en la empresa. ¿Cuánto hacía que trabajaba allí? ¿Diez años? ¿Quince? Tal vez cerca de veinte. ¿Cómo alguien podría olvidar algo así? Años de rutina y tedio estaban afectando mi memoria. Parecía ser irreversible. Temí que una enfermedad heredada o contagiosa se estuviera asentando y quedara como mis padres, sumida en una profunda e impenetrable ausencia. Del otro lado del teléfono una voz digital me indicaba varios números que iban derivándome a varias contestadoras hasta dar con una voz humana o por lo menos, parecida. Era inusual faltar a mi trabajo. En tantos años jamás lo había hecho. A pesar de eso se me explicó que afectaría la contabilización de mis días de trabajo para la jubilación. Me dio lo mismo. No me detuve a pensarlo y exigí que enviaran al médico estatal para certificar mi ausencia. Llegaría como máximo en tres horas, así que en ese estado planifiqué el resto del día. Aprovecharía la ocasión para visitar a mis padres.
     La espera fue tensa pero breve. El médico solo me hizo unas preguntas y no quiso traspasar el umbral. Cuando le conté que sangraba la nariz cada vez con más frecuencia, causándome mareos y hasta desmayos, levantó la vista del documento sobre el que estaba escribiendo.
     -Es una enfermedad cada vez más común, lo siento. No hay solución. Le diría que asista a un hospital público, pero probablemente la atiendan en un año o más. No es posible conseguir medicamentos para su condición; el Estado no los reparte y son demasiado costosos.
     Estiró su brazo y examinó los ojos bajo mis párpados mientras me explicó que tenía anemia. Sacó un tensiómetro de su maletín y ahí, parados en la puerta de entrada me dijo que tenía la presión demasiado alta. Me tomó la temperatura y no se mostró sorprendido por el resultado. Afirmó con certeza que si continuaba así probablemente no tendría chances de sobrevivir. No supe qué decirle. Sabía que no tenía sentido rogar por atención médica especializada. Atiné a preguntarle si estaba seguro y me contestó con cierta resignación en la mirada que era la misma enfermedad que estaba matando a todos. Que estábamos intoxicados, mal alimentados, y atacados por un montón de bacterias imposibles de tratar. Se despidió con una disculpa y percibí otra vez un dejo de amargura en su rostro. Un médico que no puede curar.. (…).

Andrea Arismendi, Cuando eso acecha.