sábado, 10 de septiembre de 2022

Enero 1999: el verano del cohete. Crónicas marcianas.

 El verano del cohete

    Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, los trozos de hielo bordeaban los techos, los niños esquiaban en las pendientes; las mujeres envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros.

    Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se quebró y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron, las ventanas se levantaron, los niños se quitaron las ropas de lana, las mujeres guardaron en los armarios los disfraces de oso, la nieve se derritió descubriendo los antiguos y verdes prados del último verano.

    El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. el verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida.

    El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete transformaba los climas y durante unos instantes fuer verano en la Tierra.

                                                                             Ray Bradbury

    

Bioquímica cuento de ciencia ficción

Bioquímica
       
       Debí haber escrito ese trabajo sin consideraciones extravagantes, solo teniendo en cuenta los resultados comprobados. Debí haber invocado permanentemente a la razón salvadora. Pero algo ocurrió mientras contemplaba en nuestro laboratorio una fotografía aumentada de moscas utilizadas para el experimento. Era una toma en colores de seis de los insectos captados sobre el fino cristal de mi tubo de ensayo; la luz de un reflector caía en pleno sobre el tubo, en un fondo celeste que obraba de contraste. Quedé paralizada cuando me pareció descubrir en una de las moscas, a trasluz de los detalles característicos de insecto, un rostro sugerido de hombre, sí, de un viejo hombre sufriente. La observé con atención, la cubrí con un libro, y llamé por teléfono al profesor. Belkis me escuchó, me hizo repetir la historia, se rio y recomendó que descansara. 
  Pero cómo puede descansarse cuando las estadísticas fracasan, cuando las mediciones se disuelven y un atributo nuevo, inesperado, nos asalta de pronto como un estigma de ancestral vasallaje... A medianoche corrí al laboratorio, retiré sigilosamente el libro con una esperanza siniestra. Aún estaban allí. Cada uno de los seis insectos de la foto sugería un rostro demacrado, de una humanidad transida.
  El capítulo que yo debía escribir era un estudio sobre los componentes de la conducta genética de los insectos. Durante meses nos habíamos reunido para comparar secuencias de conductas en grupos paralelos sometidos a distintos condicionamientos. Mientras los rostros humanos me miraban fijados desde la fotografía, todas las equivalencias se trastocaban.
   Contemplé por la ventana de mi sexto piso calles en pleno centro. A la salida de los cines la multitud pululaba en una mancha móvil que se expandía y retraía junto con el flujo misterioso de la hora. Las sombras pegadas a los cuerpos se derretían en el conjunto sibilante apena iluminado. 
  En el cielo, Alfa Centauro, más brillante que nunca, titilaba silenciosa entre señales enviadas por los aros perdidos del firmamento. 
   Dispuse, entonces, el microscopio y encendí las luces en toda su potencia. Revisé los frascos oxigenados. A simple vista, se trataba solo de insectos, quebrándose en su vuelo irregular y azaroso contra las paredes de vidrio. Operando los mecanismos hice pasar a uno cualquiera, y cuando hube cerrado el oxígeno, se debatió largamente en una agonía espásmica. Cuando lo hube desmenuzado, lo estudié largamente; sus tejidos estriados nada tenían que ver con los rasgos que yo había detectado en la fotografía: las células inertes bajo los colorantes parecían un mosaico simétrico recortado de un vireaux eclesiástico. 
     Iba ya a dar por terminada la aventura con consternación imbécil, cuando se abrió la puerta súbitamente y Belkis entró exaltado:
 -No lo mires así -gritó-. No lo hagas. No tienes ningún derecho. 
     Miré a Belkis sin aliento. Cuando lo hube mirado bien, su sombra negra sobre la pared semejaba un par de alas plegadas detrás de su espalda, sus brazos crecían en pares ominosos y todo él se obliteraba gradualmente, perdiendo su tamaño. 
     Corrí hacia él sin detenerme.

                                             Teresa Porzecanski de Ruido Blanco 6.                                                    Cuentos de ciencia ficción uruguaya.