sábado, 10 de septiembre de 2022

Bioquímica cuento de ciencia ficción

Bioquímica
       
       Debí haber escrito ese trabajo sin consideraciones extravagantes, solo teniendo en cuenta los resultados comprobados. Debí haber invocado permanentemente a la razón salvadora. Pero algo ocurrió mientras contemplaba en nuestro laboratorio una fotografía aumentada de moscas utilizadas para el experimento. Era una toma en colores de seis de los insectos captados sobre el fino cristal de mi tubo de ensayo; la luz de un reflector caía en pleno sobre el tubo, en un fondo celeste que obraba de contraste. Quedé paralizada cuando me pareció descubrir en una de las moscas, a trasluz de los detalles característicos de insecto, un rostro sugerido de hombre, sí, de un viejo hombre sufriente. La observé con atención, la cubrí con un libro, y llamé por teléfono al profesor. Belkis me escuchó, me hizo repetir la historia, se rio y recomendó que descansara. 
  Pero cómo puede descansarse cuando las estadísticas fracasan, cuando las mediciones se disuelven y un atributo nuevo, inesperado, nos asalta de pronto como un estigma de ancestral vasallaje... A medianoche corrí al laboratorio, retiré sigilosamente el libro con una esperanza siniestra. Aún estaban allí. Cada uno de los seis insectos de la foto sugería un rostro demacrado, de una humanidad transida.
  El capítulo que yo debía escribir era un estudio sobre los componentes de la conducta genética de los insectos. Durante meses nos habíamos reunido para comparar secuencias de conductas en grupos paralelos sometidos a distintos condicionamientos. Mientras los rostros humanos me miraban fijados desde la fotografía, todas las equivalencias se trastocaban.
   Contemplé por la ventana de mi sexto piso calles en pleno centro. A la salida de los cines la multitud pululaba en una mancha móvil que se expandía y retraía junto con el flujo misterioso de la hora. Las sombras pegadas a los cuerpos se derretían en el conjunto sibilante apena iluminado. 
  En el cielo, Alfa Centauro, más brillante que nunca, titilaba silenciosa entre señales enviadas por los aros perdidos del firmamento. 
   Dispuse, entonces, el microscopio y encendí las luces en toda su potencia. Revisé los frascos oxigenados. A simple vista, se trataba solo de insectos, quebrándose en su vuelo irregular y azaroso contra las paredes de vidrio. Operando los mecanismos hice pasar a uno cualquiera, y cuando hube cerrado el oxígeno, se debatió largamente en una agonía espásmica. Cuando lo hube desmenuzado, lo estudié largamente; sus tejidos estriados nada tenían que ver con los rasgos que yo había detectado en la fotografía: las células inertes bajo los colorantes parecían un mosaico simétrico recortado de un vireaux eclesiástico. 
     Iba ya a dar por terminada la aventura con consternación imbécil, cuando se abrió la puerta súbitamente y Belkis entró exaltado:
 -No lo mires así -gritó-. No lo hagas. No tienes ningún derecho. 
     Miré a Belkis sin aliento. Cuando lo hube mirado bien, su sombra negra sobre la pared semejaba un par de alas plegadas detrás de su espalda, sus brazos crecían en pares ominosos y todo él se obliteraba gradualmente, perdiendo su tamaño. 
     Corrí hacia él sin detenerme.

                                             Teresa Porzecanski de Ruido Blanco 6.                                                    Cuentos de ciencia ficción uruguaya.