lunes, 10 de octubre de 2022

Versos luminos de Isaac Asimov

 VERSOS LUMINOSOS

   De todas las personas del mundo, la última a quien nadie habría creído capaz de cometer un asesinato era la señora Avis Lardner. Viuda del gran astronauta mártir, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, todo el mundo estaba de acuerdo en ello, artista genial. Pero sobre todo era el ser humano más dulce y bondadoso que se pudiera imaginar.
  Como todos recordamos, su marido, William J. Lardner, murió por efecto de la radiación de una erupción solar, después de haberse quedado deliberadamente en el espacio para que una nave de viajeros pudiera llegar sin contratiempo a la Estación Espacial 5.
La hazaña de su difunto esposo le había valido a la señora Lardner una generosa pensión, que ella invirtió con acierto y prudencia. Ya en plena edad madura, era una mujer rica.
  Su casa era una vitrina, un verdadero museo, que sólo contenía colecciones extremadamente selectas de objetos extraordinariamente hermosos, adornados con joyas. Procedentes de una docena de culturas distintas, había conseguido reliquias de casi todos los artefactos imaginables que se pudieran incrustar de joyas y destinar al servicio de la aristocracia de la cultura en cuestión. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera recamados de joyas fabricados en América, un puñal enjoyado de Camboya, unas gafas incrustadas de joyas de Italia, y un largo etcétera, casi interminable.
  Todo estaba a la vista para que lo inspeccionara quien quisiese. Los objetos no estaban asegurados, ni había medidas especiales de seguridad. No se precisaba ninguna de las precauciones habituales, porque la señora Lardner tenía un elevado número de robots, y se podía confiar plenamente en que cada uno de ellos guardaría aquellos objetos con imperturbable concentración, honradez irreprochable y eficiencia inquebrantable.
  Todo el mundo conocía la existencia de tales robots, y no se tiene noticia de ningún intento de robo.
  Luego, por supuesto, venían sus «esculturas de luz». Ninguno de los invitados a sus muchas fiestas y recepciones podía imaginar cómo hubiera descubierto la señora Lardner su genio para el arte. En todas las ocasiones, sin embargo, en que su casa abría las puertas de par en par para recibir invitados, brillaba por las habitaciones una nueva sinfonía de luz; curvas tridimensionales y sólidos de colores diluidos, unos puros y otros fundiéndose en pasmosos efectos cristalinos que llenaban de admiración a los invitados y, fuese como fuere, siempre modificándose de forma que el cabello, blanco azulado, de la señora Lardner y su rostro, sin arrugas, adquiriese una dulce belleza.
  Los invitados venían por las «esculturas de luz» más que por ninguna otra cosa. Nunca se vio dos veces la misma, ni apareció nunca ninguna que no explorase nuevos caminos experimentales del arte. Muchas personas podían tener consolas de luz por diversión; pero ninguna podía aproximarse siquiera a la pericia de la señora Lardner. Ni aún aquellos que se consideraban artistas profesionales.
  La misma señora Lardner hacía gala de una deliciosa modestia sobre este asunto.
  — No, no -solía decir cuando alguien se derretía en lirismos-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Eso es demasiado generoso. Todo lo más que diría es que son «light verse». -Y todo el mundo celebraba con una sonrisa el fino ingenio encerrado en la conjunción de estas dos palabras que generalmente significarían «versos ligeros», pero que también podían significar «versos luminosos».
  Aunque se lo pedían con gran frecuencia, nunca quería crear «esculturas de luz», sino en las fiestas que daba en su casa.
  — Lo otro sería comercializar el arte -decía.
  Sin embargo, no tenía inconveniente en preparar complicados hologramas de sus esculturas a fin de hacerlas perdurables y de que se pudieran reproducir en los museos de arte de todo el universo. Tampoco cobraba nada por el uso que se pudiera hacer, fuera cual fuese, de sus esculturas de luz.
  — No podría pedir ni un céntimo -decía, abriendo los brazos de par en par-. Están a disposición de todos, gratis. Al fin y al cabo, a mí luego no me sirven de nada.
¡Era cierto! Nunca utilizaba dos veces una misma escultura de luz.
Cuando se tomaban los hologramas, solía colaborar personalmente. Observando con ojo benigno cada uno de los pasos, estaba siempre a punto para ordenar a sus criados robots que ayudaran.
— Por favor, Courtney -solía decir-, ¿tendría la bondad de disponer convenientemente esa escalerilla?
Era su estilo. Siempre se dirigía a sus robots con la más depurada cortesía.
En una ocasión, años atrás, un funcionario del gobierno de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos le había reprochado:
— No puede hacerse así -le dijo muy serio-. La eficiencia de esas máquinas sale perjudicada. Han sido construidas para obedecer órdenes, y cuanto más claras sean, con mayor eficacia las cumplirán. Si se les pide algo con alambicada cortesía, les cuesta comprender que se trate de una orden, y reaccionan más despacio.
Pero la señora Lardner levantó su aristocrática cabeza y dijo:
— Yo no pido ni rapidez ni eficiencia. Pido buena voluntad. Mis robots me adoran.
El funcionario del gobierno le habría podido explicar que los robots no pueden amar ni adorar; pero quedó cohibido bajo la mirada ofendida, aunque dulce, de la dama.
Era bien sabido que la señora Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para que lo revisaran. Los cerebros positrónicos que llevan estos aparatos son complicadisimos, y en un caso de cada diez, aproximadamente, no están perfectamente ajustados cuando salen de la fábrica. A veces el defecto no se nota hasta al cabo de un tiempo; pero siempre que se note, la razón social «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.» los repara gratuitamente.
La señora Lardner movía la cabeza negativamente.
— Cuando un robot está ya en mi casa -decía-, y cumple con sus obligaciones, las pequeñas excentricidades que tenga se le toleran. No quiero que se les trate desconsideradamente.
Lo peor que se podía hacer era probar de explicarle que un robot no era más que una máquina. En tales casos, replicaba muy secamente:
— Ningún ser tan inteligente como un robot puede ser solamente una máquina. Yo los trato como a personas.
¡Y no había más que hablar!
Conservaba incluso a Max, a pesar de que estaba casi inservible. Apenas entendía lo que le ordenaban. Pero la señora Lardner negaba con denuedo tal afirmación.
— De ningún modo -decía con voz firme-. Coge sombreros y abrigos y los almacena perfectamente. Me sostiene objetos. Sabe hacer muchas cosas.
— Pero ¿por qué no lo haces reparar? -le preguntó un día un amigo.
— Ah, no podría. Él es así. Y es un encanto, ¿sabes? Al fin y al cabo, un cerebro positrónico es tan complejo que nadie puede asegurar en qué anda fuera de quicio, exactamente. Si hicieran a Max perfectamente normal, no habría manera de devolverle el encanto que ahora posee. No, no renunciaré a semejante hechizo.
— Pero si no está bien centrado -decía el amigo, mirando nervioso al robot-, ¿no podría resultar peligroso?
— Jamás -negó la señora Lardner con una carcajada-. Hace años que lo tengo. Es completamente inofensivo y una auténtica preciosidad.
Lo cierto era que Max tenía la misma figura que los otros robots: lisa, metálica, vagamente humana, pero inexpresiva.
No obstante, para la dulce señora Lardner, todos eran personas, todos eran un encanto, todos eran adorables. Ella tenía este carácter, esta personalidad.
  ¿Cómo pudo perpetrar un asesinato?

  La última persona del mundo que uno habría creído pudiera morir asesinada era John Semper Travis. Introvertido y amable, vivía en este mundo, pero no pertenecía a él. Poseía una mente con esa gracia especial para las matemática que le permitía deshacer la complicada urdimbre de la miríada de sendas positrónicas de la mente de un robot.
Era ingeniero jefe de «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.»
Y era además aficionado entusiasta a las «esculturas de luz». Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que la clase de matemática que empleaba al elaborar sendas cerebrales positrónicas se podían transformar en guías para la producción de esculturas de luz estéticas.
  Sin embargo, el intento de pasar de la teoría a la práctica resultó un lamentable fracaso. Las esculturas que producía siguiendo sus principios matemáticos salían pesadas, mecánicas, nada interesantes.
  Era el único motivo de pena que podía encontrarse en su sosegada existencia, introvertida, segura; y sin embargo, era motivo bastante para que se sintiera muy desdichado. Sabía que sus teorías eran ciertas, y sin embargo, no lograba ponerlas en práctica. Si pudiera producir al menos una gran muestra de escultura de luz... conocía las de la señora Lardner.
  Todo el mundo la aplaudía como a un genio, y sin embargo, Travis sabía que era incapaz de comprender hasta los aspectos más sencillos de la matemática robóticas. Había sostenido correspondencia con ella; pero la señora Lardner se había negado siempre a explicar qué métodos seguía, y él llegó a preguntarse si seguía alguno realmente. ¿No podía tratarse de simple intuición...? Pero hasta la intuición se podía reducir a fórmulas matemáticas. Por fin logró que le invitase a una de las fiestas que daba. Sencillamente, tenía que ver a aquella mujer.

Travis llegó más bien tarde. Había llevado a cabo una última tentativa por realizar una escultura de luz y había fracasado lamentablemente.
  Travis saludó a la señora Lardner con una especie de respeto maravillado y dijo:
— El robot que me ha cogido el sombrero y el abrigo era muy singular.
— Ese es Max -dijo la señora Lardner.
— Está muy mal acoplado y es un modelo bastante antiguo. ¿Cómo es que no lo devolvió a la fábrica?
— Oh, no -exclamó la señora Lardner-. Sería demasiada molestia.
— Ninguna en absoluto, señora Lardner -replicó Travis-. Le maravillaría la sencillez con que harían la tarea. Pero como yo pertenezco a «U. S. Robots» me he tomado la libertad de revisarlo. Lo hice en un momento, y usted verá que ahora está en perfectas condiciones de funcionamiento.
En el semblante de la señora Lardner se produjo un cambio extraño. El furor halló sitio en él, por primera vez en su dulce vida, y fue como si los rasgos fisonómicos no supieran cómo debían ordenarse.
— ¿Lo ha repasado? -gritó en un alarido-. ¡Si era él quien creaba mis esculturas de luz! Era el mal acoplamiento, que ya no se podrá reproducir nunca más, lo que..., lo que...
Fue realmente una desgracia que hubiera estado mostrando, hacía unos instantes, su colección, y que el puñal incrustado de joyas de Camboya se hallara sobre la mesita de mármol, delante de ella.
También Travis tenía el semblante terriblemente alterado.
— ¿Quiere decir que si yo hubiera estudiado sus pistas cerebrales, afectadas de un mal acoplamiento singular, único, habría podido aprender...?
La señora Lardner se abalanzó con un impulso demasiado repentino para que nadie pudiera contenerla, y el hombre no intentó siquiera esquivar el golpe. Algunos dijeron que hasta fue a su encuentro... como si quisiera morir.












Actividades

  1. Buscar en el diccionario las siguientes palabras: recamados, urdimbre, miríadas,furor.

  2.   “— Lo otro sería comercializar el arte -decía”. ¿ Qué personaje es el que está interviniendo en este enunciado? 


 

  1. ¿Quién dijo lo que aparece resaltado en negrita? 

  2. ¿Qué información te brinda el enunciado resaltado en rojo? 

¿Cómo formulamos el enunciado anterior con una expresión sinonímica? 

  1. ¿Cuál es la creación de la protagonista? 

¿Cómo los denomina y por qué? 

  1. Arma sintagmas nominales a partir de las siguientes palabras: 


Robot 


Luz 


Lardner



  1. Transforma el discurso indirecto subrayado en discurso directo. 

  2. Localiza en el texto pasajes en los cuales encontramos descripciones. 

  3. ¿Qué te  transmite como reflexión final la lectura del  texto?