domingo, 19 de noviembre de 2023

Leyenda del Paso de la Cruz de Fernán Silva Valdés.

 LEYENDA DEL PASO DE LA CRUZ 

 En muchos lugares de mi tierra hay parajes llamados "de la cruz". Cerros, arroyos, cañadas, pasos, etcétera. Todos tienen su historia, generalmente vulgar y parecida: una muerte, luego una cruz señalando el sitio en que yace el finado, cuando no el lugar del crimen; y luego el tiempo goteando sobre el paraje su agua de olvido o de recuerdo; borrando el episodio o avivándolo hasta la fábula; (...) 

El "paso de la cruz" al cual me refiero, es un vado sobre uno de los ríos más bellos del país: el río Yi, que es como decir agua dos veces, ya que en lengua guaraní la letra "i " pronunciada de un modo particular quiere decir agua. En dicho paso, a la sazón no se ve ninguna cruz que justifique el nombre, pero si ésta ya no existe, flota aún por el lugar la cola misteriosa de su leyenda poética y fantástica como pocas, muy desvaída y deshilachada ya. Vamos con ella. Dicen que era un hombre muy bueno pero que en su juventud había sido un gran pecador. La vida de los hombres, y hasta la de los santos, está nutrida de casos así. El nuestro, de joven había sido "mozo flor". Flor de pecado, que es la flor señuelo, a oler el perfume del cual nos allegamos con facilidad mayor que al de la virtud. Y el gaucho flor que les estoy mentando atraía con algo de diablo en la simpatía que inspiraba a machos y a hembras. Se decía que era hombre "acompañado", es decir, que poseía un talismán "compuesto" con plumas de caburé; "compostura" que le había hecho un indio brujo que curaba moribundos y realizaba milagros (...)  Y los hombres lo temían; y las mujeres lo soñaban.« A su paso, los corazones de las chinas románticas y querendonas se estremecían como queriendo volverse hacia arriba, para señalar con sus puntas de brújulas humanas el rumbo del hombre que los imantaba. Mas si el éxito da amigos, también da — por supuesto — enemigos, y como la naturaleza paga bien por bien y mal por mal, el hombre empezó a cosechar en contra, vale decir: su siembra de males. Luego, al pisar la madurez de sus años, se le despejó algún claro de su celeste interior, y su conciencia se le paró de manos, voleándolo. Se levantó maltrecho de su golpe espiritual, y desde ese punto de su vida comenzó a ser lo contrario de lo que fuera hasta el momento. El dedo de la gracia le tocó la llaga y empezó a andar el camino de su perfección. Años y penas le costó hacer olvidar su ayer. Mas tanto dio en el clavo, tanto bien hizo, que las nuevas generaciones lo tuvieron por santo, y una aureola de prestigio le rodeó sus brazos por el cuello y el pago entero lo bendijo (...).

Y bien: el pago tenía su santo, Pero males de otra maldad anidan en el alma de otros hombres, y hombres forasteros, de espíritu cruel y suelto, sin ligaduras con el ayer ni con el mañana, llegaron al lugar, no respetando el prestigio del anciano, en el cual sólo vieron un viejo brujo de larga historia que "debía tener plata escondida"; y una noche, para arrancarle el secreto del escondite de un oro que no existía, lo golpearon hasta causarle la muerte. Los asesinos, con el fin de esconderlo, lo dejaron oculto entre unas piedras, a la sombra pobre de unos talas, más con el fin de ocultarlo que de darle sepultura, aun cuando ésta era una manera de sepultar, en los casos en que estuviera muy distante la tierra sagrada del cementerio. Y hasta aquí la historia; ahora viene la leyenda. Dicen que como no fue velado ni cubierto por la madre tierra, su alma no descansaba en paz, saliendo durante la noche a vagar en forma de luz mala que cumple penitencia. Y era un alma en pena. Salía en las noche.

 А dios oscuras su luz azulada, esa lucecita que acompaña a los jinetes y se posa en las ancas del caballo, ni más ni menos que las luces malas de todos los cuentos. Al cabo de unos años, la fama del paraje fue creciendo, apoyada, como las víboras, en su cola de misterio.  Tenía que ser valiente el hombre que se atreviera а раsаг por allí. Uno que otro gaucho guapo lo hacía de vez en cuando mediante alguna apuesta; mas así quedaba: loco, idiota, cuando no muerto, valgan las afirmaciones de los habitantes de la región. Pero es que así, con sales de asombro, y de miedo, y de fantasía, se sazona el episodio que ha de llegar a la fábula o ha de elevarse hasta el mito. Entonces es cuando: Crece, crece la leyenda como un hongo, y va formando corrales de palo a pique con muertos resucitados, ¡Pago desgraciado aquel en el cual no había un alma buena que clavara una cruz por el finado! Entonces, milagrosamente, en el sitio del crimen, nació una planta.  Esa planta, en pocos meses creció tanto que llegó a ser un árbol vigoroso, y éste árbol tomó la forma de una cruz más que un árbol. Un tronco con dos brazos horizontales, sin ramas ni hojas (...). 


jueves, 2 de noviembre de 2023

Leyenda del timbó de Fernán Silva Valdés

 Había enseñado a sus hijos cómo se caza a la fiera; cómo se pelea al enemigo, cómo se domina al semejante. Y así, padre de varones, en su vida hecha para dar ejemplos, todo había sido dureza, energía, grito de guerra. Pero al final de su fuerte madurez, la india que compartía su toldo le había dado una niña. Una niña después de tanto indiecito escalonado. Y como a un cactus cualquiera de la naturaleza vegetal, a aquella espina humana le había nacido una sonrisa, quiero decir, una flor. 

Así fue la niña india: flor por lo femenina y flor por su hermosura. Fue hermosa, primero porque lo fue, y segundo, porque tenía que serlo para cumplir su destino dentro de la leyenda. Toda leyenda es vida en sus raíces, y ella fue una de las raíces de esta leyenda. La fama de su belleza salió del pago hacia otros lugares, y como a los otros pagos llegó agrandada al pasar de boca en boca y de admiración en admiración,  los hombres vecinos la amaron primero que los de su tribu.

 Y el hijo del cacique más próximo fue el primero en buscarla. Sus bomberos le comunicaron que la hermosa se internaba en el bosque lindero en busca de frutas y de flores; y él rondaba el bosque con sus armas en son de cacería. Un venado que él perseguía, se detuvo junto a un burucuyá que solía visitar ella;  los ojos dulces y la enredadera los  pusieron frente a frente. Hablaron y se entendieron, que para ello habían nacido.  Y como  no podían unirse, rompieron la ley deobedeciendo a la ley de Tupa.  Y se fueron. La leyenda se nutre de felicidad y dolor. La felicidad voló como volaron ellos: el viejo gimió de dolor. 

Primero envió comisionados a todas las tribus  reclamando a su hija y amenazando con la guerra a la tribu que la poseyera. Supo que el heredero de la tribu próxima también había desaparecido, supuso , por lo tanto, que con él se había fugado. Es así que el viejo guerrero salió en su busca acompañado de sus jefes de confianza. Partieron con el calor de los días tropicales, se fueron enhebrando una a una, en el grito paternal con que la llamaba de árbol en árbol, de río en río y de cerro en cerro.  Los pájaros seguían cantando inocentes y ajenos al dolor del hombre; solo el urutaú parecía compadecerlo, acompañándolo de noche en noche con el llanto de su grito impresionante. El viejo, siguiendo la práctica india, de tiempo en tiempo apretaba su oreja contra la tierra, en la esperanza de oír los pasos de su hija, volviendo arrepentida o feliz — fuera como fuera — a su reclamo. 

Y llegó el invierno. En su dolor había perdido el sentido. Se pasaba las horas con el oído en tierra ante la impaciencia de sus indios. Hasta que estos lo amenazaron con dejarlo solo. El viejo cacique no cedió, y sus hombres, entonces, lo abandonaron. Al año siguiente, cuando los días se empezaron a alargar la pisada del chajá, salieron a buscar al cacique. Antes de contar una luna lo hallaron; pero lo hallaron muerto en la humedad de un bajo. Su cuerpo estaba intacto, como conservando una apariencia de vida con la cual recibir la feliz presencia de la hija que nunca volvió. Cuando lo fueron a levantar, vieron que estaba unido por una de sus orejas, que había echado raíces. Para rescatarlo tuvieron que cortar la cual quedó unida a la madre tierra.

De esa oreja nació una planta; y esa planta se convirtió en un árbol corpulento; y ese árbol, todas las primaveras prodiga unas bayas oscuras en forma de oreja humana: denominada oreja del indio. 

Leyenda del caserón de la muerte de Fernán Silva Valdés


Leyenda del caserón de la muerta

Confieso que me interesan, que "me tiran" las brujerías ; y quisiera creer en ellas más de lo que creo. El vulgo, en general, cree en estas cosas por ignorancia candorosa, y muchas gentes ilustradas creen — o quieren creer — en un sentido superior, de vuelta, por respeto a lo desconocido y más que nada, por la atracción del misterio. Es una manera de sentir la poesía del más allá.

Y bien. Estamos en un establecimiento ganadero, o mejor, en una estancia. Somos un grupo de gente civilizada. Hemos venido a pasar unos días de descanso. A despeinarnos el espíritu, levantándonos temprano, aspirando el gran aire de las cuchillas orientales al galope elástico de nuestros caballos cuarterones .. . "al galopón por los campos sonoros", como dije una vez  en frase concebida sin quererlo, tan de a caballo, que me salió con el ritmo del propio galope del potro. 

Esa noche, después de comer, pasamos a la sala a tomar el café y jugar a la baraja. Dios nos cría y nosotros nos juntamos; por eso se forman dos grupos: uno de bridge y otro de truco. Naturalmente que yo estoy en este. Me he dado el gusto de enseñar el juego del truco a tres amigas.

El partido era de seis. Confieso que jugar a este juego entre hombres, es interesante, pero jugarlo con intervención de damas, es encantador. Desde luego que cada chambonada de la compañera, lejos de ser motivo de crítica o de enojo, es motivo de comentarios graciosos y amables. Bueno, dieron las doce. Alguien recordó que era la clásica hora de los fantasmas y de las brujas; y como aquellos pagos queda aún flotando en la noche la cola blanca del misterio, salimos a tomar la luna antes de acostarnos, y entonces yo propuse ir a tomar un poco de misterio. Y fuimos; pero no todos. Nos decidimos cinco solamente. Montamos en un auto y nos dirigimos hacia "El caserón de la muerta".

Quedaba cerca. Era una ruina de piedra. Antiguamente había sido una pulpería clásica. Aún quedaba el arco de entrada y las huellas de la reja de fierro, por donde se atendía desconfiadamente a la brava clientela del vaso de caña o de ginebra.

"El caserón de la muerta" o la "Azotea de piedra", como se le llamó en otro tiempo, tenía su leyenda, que era la siguiente: el pulpero había sido un vasco honrado y laborioso. Su mujer le había dado varias hijas, casi todas rubias, rosadas, y lindas. Una sobre todo (que siempre entre las lindas hay una más linda). Era "la flor del pago". Por ella había siempre una fila de pingos en el palenque jugando a los grillos con las coscojas del freno, mientras sus dueños, en el interior de la pulpería, junto a la reja, se empinaban copas y copas, para malar el tiempo orejeando con los ojos y la mente, el momento de ver a la moza cruzar la trastienda en sus quehaceres domésticos: casera, linda y hacendosa.

Era bravo y duro el vasco, que sino, esa paloma no hubiera estado mucho en el palomar. La grupa de muchos fletes se lustraba sola al influjo del pensamiento de más de un gaucho que amansaba el viril deseo de llevarla en ancas. Pero la cosa no pasaba de ahí .. 

Muerto el vasco viejo, la familia perdió su guía; las muchachas se volvieron muy alegres; a dos por tres estaban de baile; y en uno de esos bailes, la paloma voló...

A raíz del episodio, en el pago sacaron estos versos que le oí cantar a un gaucho viejo en una cocina negra, entre el humo de la leña y el sonar del aguacero:

La cortejaba un mozo

Cantor y guitarrero,

Y una noche de luna

Se la llevó en las ancas

—Vidalitay—

De su caballo negro.

La paseó por los campos;

La paseó por las sendas;

De lo felices que eran

—Vidalitay—

Todos se hacían lenguas.

Cuando la vio dormida,

La miró un largo rato

Y se fue y no volvió .. .

Después la hallaron muerta,

Con los ojos abiertos

—Vidalitay—

Y la cara hacia Dios.

Del tal manera el pago

La supo bien llorar,

Que hasta los pajaritos

—Vidalitay—

Dejaron de cantar.

Hoy por allí en la noche

No pasan los viajeros,

Porque anda una "luz mala"

Que se posa en las ancas

—Vidalitay—

A la desgracia y la vergüenza, aquello siguió barranca abajo. Las otras palomas, como excitadas por el ejemplo, siguieron volando. La casa se hizo célebre, no solo por la alegría de sus moradores sino también por las voces que se empezaron a correr. Se decía que en a la media noche aparecía la muchacha muerta bailando con alguno de los concurrentes. Varios afirmaban haberla visto. Y cuando esto sucedía,el que con ella bailaba lo hacía sin darse cuenta, como atontado, tal cual si fuera guiado por las riendas de una fuerza misteriosa. Bailaba como un sonámbulo, y luego, al tiempo, por haber sido, sin saberlo, compañero de la muerta, se moría misteriosamente. El sebo del misterio y del asombro fue sobando los caireles de las fiestas. Por esta causa los bailes empezaron a ralear sus mozos y las mujeres se quedaron solas, se quedaron solas hasta que se las llevó el Demonio, una a una, como a la hermana aquella, sentadas sobre el poncho de verano puesto sobre las ancas del flete, que el diablo siempre anda bien montado.

Tal era la leyenda respecto al caserón de la muerte. Pues bien: hacia el sitio donde yacía la tapera aludida íbamos esa noche de luna, sedientos de embrujo, silenciosos, andando sobre el ruido suave del auto entre los pastos.

Y nos fuimos acercando. Raúl iba en el volante; a su lado Rosina, la muchacha más simpática del mundo, alegre, dispuesta, cantora y guitarrera; y atrás mi prima Reina, su marido y yo. Instintivamente, como todo hombre que se aboca a un peligro, llevé la mano al revólver. Entonces Reina, con esa firmeza y ese encanto que le son peculiares, me dijo con tono casi maternal: no seas ridículo, deja el revólver quieto, que si hay fantasmas o algo del otro mundo, no le vas a hacer nada con las balas. Al misterio hay que ir desnudo y valiente pero con respeto. Si tenes miedo reza, pero deja las armas para los fantasmas vivos, que a los muertos ya no hay que matarlos. Las reflexiones de mi prima fueron como un mandato. Ni siquiera me dieron vergüenza. Ella, como siempre, era la más dulce y era la más fuerte. Raúl detuvo el auto a cincuenta metros, e interrogó:

—Bajamos?

—Acércate más, le respondimos, inquietos y corajudos.

Llegamos a veinte, a diez metros .. . Bajamos del auto. La noche era como de día, o mejor: la noche era como el fantasma del día. El silencio se rayaba de grillos .. . Una paloma arrulló su sueño entre las piedras semicaídas de la tapera, entre esas piedras esculpidas de verde y brotadas de la peculiar "yerba de la piedra". Sentimos sobre nuestras cabezas el abrazo  de una lechuza. ¡Jamás hubo abanico que produzca tanto chucho!

Nos acercamos más. Yo, con mi conciencia de hombre, tomé la punta. Tiraba del terror como de un cabo. Mi amor propio masculino le daba silenciosos latigazos al miedo. Reina me alcanzó como queriéndome amadrinar. Pero en eso, detuvimos la marcha al unísono, y quedamos arrolladitos de terror, agarrados unos con otros de los brazos como en mutua protección: Una música, oímos una música desentonada, cual desgarrando su melodía entre las piedras ásperas. Una música desflecada como producida por instrumentos desconocidos. Música de "salamanca" o de laguna, cual si llegara a nosotros a través del agua honda de un lago. Sin cambiar su tono, nos fue envolviendo los sentidos con sus serpentinas negras de carnaval de la muerte, y dio vueltas alrededor de nuestras cabezas, y se alejó y vino nuevamente ensordeciéndonos con sus notas secas y amarillas de danza macabra.

—Dios mío, dijo Rosina, tapándose la cara con las manos.

—Dios mío, dijo Reina haciendo la señal de la Cruz; perdónanos Señor si hemos pecado al venir. El miedo había puesto viboritas en todas las nucas.

Y así fuimos reculando, tomados de los brazos, hasta llegar al auto, sin animarnos a darle la espalda al caserón. Entramos al coche y antes de partir miramos otra vez, sin quererlo, como tironeados por algo que nos dominaba. Y sobre una de las paredes sin techo de la ruina, tal cual vestida de neblinas largas y movientes a través de las cuales se veía un cuerpo con luces fosfóricas que se escurrían entre las túnicas, se alzaba la muerta, con la cabeza volcada sobre el pecho y los brazos caídos; pero tan caídos como chorros de agua. 

Toda ella era como un chorro de agua. Parecía colgada. Parecía una novia ahorcada colgando de la luna.