jueves, 2 de noviembre de 2023

Leyenda del timbó de Fernán Silva Valdés

 Había enseñado a sus hijos cómo se caza a la fiera; cómo se pelea al enemigo, cómo se domina al semejante. Y así, padre de varones, en su vida hecha para dar ejemplos, todo había sido dureza, energía, grito de guerra. Pero al final de su fuerte madurez, la india que compartía su toldo le había dado una niña. Una niña después de tanto indiecito escalonado. Y como a un cactus cualquiera de la naturaleza vegetal, a aquella espina humana le había nacido una sonrisa, quiero decir, una flor. 

Así fue la niña india: flor por lo femenina y flor por su hermosura. Fue hermosa, primero porque lo fue, y segundo, porque tenía que serlo para cumplir su destino dentro de la leyenda. Toda leyenda es vida en sus raíces, y ella fue una de las raíces de esta leyenda. La fama de su belleza salió del pago hacia otros lugares, y como a los otros pagos llegó agrandada al pasar de boca en boca y de admiración en admiración,  los hombres vecinos la amaron primero que los de su tribu.

 Y el hijo del cacique más próximo fue el primero en buscarla. Sus bomberos le comunicaron que la hermosa se internaba en el bosque lindero en busca de frutas y de flores; y él rondaba el bosque con sus armas en son de cacería. Un venado que él perseguía, se detuvo junto a un burucuyá que solía visitar ella;  los ojos dulces y la enredadera los  pusieron frente a frente. Hablaron y se entendieron, que para ello habían nacido.  Y como  no podían unirse, rompieron la ley deobedeciendo a la ley de Tupa.  Y se fueron. La leyenda se nutre de felicidad y dolor. La felicidad voló como volaron ellos: el viejo gimió de dolor. 

Primero envió comisionados a todas las tribus  reclamando a su hija y amenazando con la guerra a la tribu que la poseyera. Supo que el heredero de la tribu próxima también había desaparecido, supuso , por lo tanto, que con él se había fugado. Es así que el viejo guerrero salió en su busca acompañado de sus jefes de confianza. Partieron con el calor de los días tropicales, se fueron enhebrando una a una, en el grito paternal con que la llamaba de árbol en árbol, de río en río y de cerro en cerro.  Los pájaros seguían cantando inocentes y ajenos al dolor del hombre; solo el urutaú parecía compadecerlo, acompañándolo de noche en noche con el llanto de su grito impresionante. El viejo, siguiendo la práctica india, de tiempo en tiempo apretaba su oreja contra la tierra, en la esperanza de oír los pasos de su hija, volviendo arrepentida o feliz — fuera como fuera — a su reclamo. 

Y llegó el invierno. En su dolor había perdido el sentido. Se pasaba las horas con el oído en tierra ante la impaciencia de sus indios. Hasta que estos lo amenazaron con dejarlo solo. El viejo cacique no cedió, y sus hombres, entonces, lo abandonaron. Al año siguiente, cuando los días se empezaron a alargar la pisada del chajá, salieron a buscar al cacique. Antes de contar una luna lo hallaron; pero lo hallaron muerto en la humedad de un bajo. Su cuerpo estaba intacto, como conservando una apariencia de vida con la cual recibir la feliz presencia de la hija que nunca volvió. Cuando lo fueron a levantar, vieron que estaba unido por una de sus orejas, que había echado raíces. Para rescatarlo tuvieron que cortar la cual quedó unida a la madre tierra.

De esa oreja nació una planta; y esa planta se convirtió en un árbol corpulento; y ese árbol, todas las primaveras prodiga unas bayas oscuras en forma de oreja humana: denominada oreja del indio.