domingo, 9 de junio de 2024

Impunidad y luna llena. Luis Melnik

     El ser humano es el único en el reino de la Creación que trepó las cordilleras, se internó en las profundidades marinas y conquistó el espacio porque su curiosidad lo impulsó, imaginó nuevas vidas y fronteras. Casi siempre necesitó de un medio para alcanzar esos fines. Pero de los muchos transportes creados, el automóvil es el único que siempre es absoluta y totalmente controlado por el ser que lo guía. El avión no puede aterrizar en cualquier parte y no vuela en toda circunstancia. Los sistemas de colectivos tienen rutas fijas y no son sus usuarios quienes los conducen, las motos no son para las familias. Los trenes viajan sobre rieles prefijados y solo van de punto a punto. Las tablas de surf, los planeadores, los globos aerostáticos, las bicicletas, las lanchas o los veleros son muy divertidos, pero tienen grandes restricciones y bien podría decirse que para llegar a su lugar de práctica es imperioso ir en auto. Para nacer, para internarse, para casarse, para bautizar niños, para ir al trabajo o a los colegios se usan transportes sobre ruedas, que también se encargan del último viaje terrenal.

    Los rodados que hoy circulan tienen muchas de las cualidades humanas y son, al mismo tiempo, simétricamente opuesto. El cuerpo humano en sus primeros años de vida no se gasta, pero cambia. El auto se desgasta, pero no cambia. Algunos autos pueden dirigirse a un lugar remoto, recorrer miles de kilómetros sin asistencia alguna y otros necesitan cataplasmas todo el tiempo. Algunos seres humanos no necesitan ni un analgésico y otros se pasan todo el tiempo en talleres médicos.

    Los autos no engordan, pero se achanchan. Los seres humanos toman color expuestos al sol y los autos lo pierden. Los autos nunca duermen, ni sueñan, ni piensan en nada. Sus dolores no los sufren: los comunican, los transfieren. Un reventón, un raspón, un tapizado destruido, le duelen al conductor.

    Los autos nunca escapan, son robados. No traicionan, son abandonados. No contestan. No levantan la voz. No tienen cerebro: tienen conductores. Y el automovilista es un ser mutante. Este hombre/mujer/lobo tan pronto baje de la carroza que conduce como si fuera un energúmeno perderá colmillos y pelambres, recuperará su piel de cordero, será tímido y sufriente. Un flácido Clark Kent retomará su lugar en el enjambre hasta que una nueva aventura motorizada lo reclame. El automovilista puede ser Aladino desde que concretamente, se despega del suelo cuando viaja al comando de su auto. Puede ser Mary Poppins o Peter Pan, Fangio o el Capitán Maravilla.

    Son seres humanos irreconocibles que nunca sienten que tengan algo que ver con todo lo que pasa en el tránsito, que adquieren una peligrosa infalibilidad que les hace suponer que nada puede pasarles a ellos. Por eso, en los países que más han atacado la irresponsabilidad personal, en la publicidad sobre seguridad en el tránsito, jamás exhiben muertes o accidentes: los que deberían asustarse de un insuceso, reaccionan  con una actitud de autodefensa protectora y rechazan la posibilidad de este. Nadie cree ser parte del descalabro ciudadano. Nadie imagina que una frenada aquí puede extender sus consecuencias allá, a mucha distancia incluso hasta el vehículo que transporta sus hijos al colegio.

    Por eso, los que manejan salen de sus autos donde se creyeron invisibles para el resto de sus congéneres y, sin verlo que los aísla y da impunidad, serán mansos caminantes.

    Hasta la próxima luna llena.

                                                                                            Luis Melnik