Contemplando aquel lugar que parecía arrasado por el
fuego, sentí deseos de ponerme a llorar. Llorar por mi suerte y por la de mis
compañeros y por la del Capitán y su descabellada empresa, y la de cuantos
locos como nosotros hay en el mundo: y así lo hubiera hecho, de no haber oído
en ese instante los gritos de Juan Ginovés, reclamando nuestra presencia y
dando voces en su incomprensible dialecto.
Todos corrimos hacia él y, uno a uno, fuimos quedando
como de piedra, contemplando un miserable pozo en cuyo fondo... en cuyo fondo
brillaba... brillaba un agua barrosa que nos llamaba con sus destellos. Uno a
uno fuimos cayendo de rodillas en el barro, disputándonos un espacio para mojar
nuestros labios en aquel líquido caliente que sabía a sangre y tenía su color,
pero que bebimos con fruición.
Aplacada la sed, volvió a dominar la
sensación de que nos observaban, y lo mismo sintieron mis compañeros; pero no
vimos a nadie.
Llenamos
varias pipas y emprendimos el regreso a las naves, con los ojos puestos en la
espesa cortina vegetal,
La
noche caía rápida, súbitamente sobre la selva agostada, llenando de sombras el
estrecho sendero y agigantando el silencio circundante. En todo el trayecto, no tropezamos con la más mínima señal de vida,
aquello semejaba un teatro desierto. Un mundo definitivamente clausurado y
muerto.
Al
llegar a la playa una enorme luna roja asomaba al fondo de la bahía por sobre
las cumbres lejanas.
Esa
noche dormimos en cubierta a causa del calor y vimos pequeñas hogueras
encenderse en esas montañas aparentemente despobladas.
Era
una extraña sensación, la de estar allí tendidos sobre unos maderos, en el
centro del gran anfiteatro que formaba la bahía circundada de morros, mientras
un mundo de seres y cosas desconocidas vigilaba nuestro sueño.
Durante
los cuatro días que siguieron regresamos al pozo sin poder tomar contacto con
los misteriosos habitantes de la aldea. No obstante, por las noches volvían a
surgir de la nada los fuegos.
Fragmento extraído
de Maluco de Napoleón Baccino.