domingo, 13 de noviembre de 2022

Reseña de La chica invisible

 Marafioti, R, (2003) Los patrones de la argumentación.  Bs.As. Editorial Biblos



Aurora Ríos es invisible para casi todos. Los acontecimientos del pasado han hecho que se aísle del mundo y que apenas se relacione. A sus diecisiete años, no tiene amigos y está harta de que los habitantes de aquel pueblo hablen a su espalda. Una noche de mayo, su madre no la encuentra en casa cuando regresa del trabajo. No es lo habitual. Aurora aparece muerta a la mañana siguiente en el vestuario de su instituto, el Rubén Darío. Tiene un golpe en la cabeza y han dejado una brújula junto a su cuerpo. ¿Quién es el responsable de aquel terrible suceso? Julia Plaza, compañera de clase de la chica invisible, está obsesionada con encontrar la respuesta. Su gran inteligencia y su memoria prodigiosa le sirven para realizar el cubo de Rubik en cincuenta segundos o ser invencible jugando al ajedrez. Pero ¿podrá ayudar a sus padres en la resolución de aquel enigma? Su madre, Aitana, es la forense del caso y su padre, Miguel Ángel, el sargento de la Policía Judicial de la Guardia Civil encargado de la investigación. Julia, junto a su inseparable amigo Emilio, un chico muy particular con una mirada inquietante, tratará de hacer todo lo que esté en su mano para que el asesinato de Aurora Ríos no quede impune.

¿Conseguirán averiguar quién es el Asesino de la brújula y qué hay detrás de aquella extraña muerte?

 

Esta novela es el comienzo de la Trilogía LA CHICA INVISIBLE.

Fuente: Biblioteca País

 







domingo, 30 de octubre de 2022

 

Reseña El principito

 Sinopsis

    Un aviador queda incomunicado en el desierto tras sufrir una avería en su avión a mil millas de cualquier región habitada. Allí se encontrará con un pequeño príncipe de cabellos de oro que afirma vive en el asteroide B 612 (donde hay una rosa y tres volcanes) con el que no tardará en congeniar. En sus conversaciones. el principito le relatará su visión sobre la vida y la gente, de esa sabiduría que se pierde cuando las personas abandonamos la infancia.

     "Las personas grandes son decididamente muy, pero muy extrañas..."

Opinión

    La historia de la génesis de El principito quizás sea una de mis favoritas de todos los tiempos, a la altura de la propia obra, si se me permite. Tras ser llamado a filas en 1939 y participar en varias arriesgadas misiones aéreas, Antoine de Sain.Exupéry abandona Francia una vez producida la ocupación alemana, instalándose en Estados Unidos con el firme objetivo de convencer a los norteamericanos para que entren en el conflicto mundial. El autor francés será requerido por el ejército cuatro años después, pero en ese lapso, aparte de incesantes intentos por volver al frente, Antoine escribió El principito.

    No se me ocurre un momento mejor (o quizás sea más preciso decir idóneo) para escribir una obra de la sensibilidad y el calado filosófico de El principito que durante una guerra. Imagino que pocos contextos deben trastocarnos tanto por dentro como una contienda de la magnitud de la Segunda Guerra Mundial. El estado emocional de aquellos que lo vivieron desde dentro se me antoja inaccesible, y quizás por ello no deja de fascinarme que de una situación tan horripilante puedan nacer historias tan hermosas como la que Sain-Exupéry cuenta en El principito.

    El principito es la historia de los niños y las personas grandes, del extenso mundo que nos rodea, de los pequeños mundos en los que a veces aterrizamos. Una oda a la vida, una crítica a esas cosas que tanto nos preocupan y que tanto nos limitan cuando llegamos a la edad adulta. Es el mundo visto desde los ojos de un niño, el que somo  o el que fuimos, también el que  siempre seremos por dentro.

    Un catálogo de inspiradoras frases, hermosas metáforas y surrealistas escenas en las que se suceden variados y capitales temas universales tales como la amistad, el amor, la inocencia, la responsabilidad o la relación del ser humano con la naturaleza. Una historia tan entrañable como rica en sabiduría apta para todas la edades y que no caduca ni pasa de moda. Un clásico con todas las letras que es capaz de acariciarnos el alma.

                                                   Alfonso Gutiérrez Caro 2019

lunes, 10 de octubre de 2022

Versos luminos de Isaac Asimov

 VERSOS LUMINOSOS

   De todas las personas del mundo, la última a quien nadie habría creído capaz de cometer un asesinato era la señora Avis Lardner. Viuda del gran astronauta mártir, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, todo el mundo estaba de acuerdo en ello, artista genial. Pero sobre todo era el ser humano más dulce y bondadoso que se pudiera imaginar.
  Como todos recordamos, su marido, William J. Lardner, murió por efecto de la radiación de una erupción solar, después de haberse quedado deliberadamente en el espacio para que una nave de viajeros pudiera llegar sin contratiempo a la Estación Espacial 5.
La hazaña de su difunto esposo le había valido a la señora Lardner una generosa pensión, que ella invirtió con acierto y prudencia. Ya en plena edad madura, era una mujer rica.
  Su casa era una vitrina, un verdadero museo, que sólo contenía colecciones extremadamente selectas de objetos extraordinariamente hermosos, adornados con joyas. Procedentes de una docena de culturas distintas, había conseguido reliquias de casi todos los artefactos imaginables que se pudieran incrustar de joyas y destinar al servicio de la aristocracia de la cultura en cuestión. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera recamados de joyas fabricados en América, un puñal enjoyado de Camboya, unas gafas incrustadas de joyas de Italia, y un largo etcétera, casi interminable.
  Todo estaba a la vista para que lo inspeccionara quien quisiese. Los objetos no estaban asegurados, ni había medidas especiales de seguridad. No se precisaba ninguna de las precauciones habituales, porque la señora Lardner tenía un elevado número de robots, y se podía confiar plenamente en que cada uno de ellos guardaría aquellos objetos con imperturbable concentración, honradez irreprochable y eficiencia inquebrantable.
  Todo el mundo conocía la existencia de tales robots, y no se tiene noticia de ningún intento de robo.
  Luego, por supuesto, venían sus «esculturas de luz». Ninguno de los invitados a sus muchas fiestas y recepciones podía imaginar cómo hubiera descubierto la señora Lardner su genio para el arte. En todas las ocasiones, sin embargo, en que su casa abría las puertas de par en par para recibir invitados, brillaba por las habitaciones una nueva sinfonía de luz; curvas tridimensionales y sólidos de colores diluidos, unos puros y otros fundiéndose en pasmosos efectos cristalinos que llenaban de admiración a los invitados y, fuese como fuere, siempre modificándose de forma que el cabello, blanco azulado, de la señora Lardner y su rostro, sin arrugas, adquiriese una dulce belleza.
  Los invitados venían por las «esculturas de luz» más que por ninguna otra cosa. Nunca se vio dos veces la misma, ni apareció nunca ninguna que no explorase nuevos caminos experimentales del arte. Muchas personas podían tener consolas de luz por diversión; pero ninguna podía aproximarse siquiera a la pericia de la señora Lardner. Ni aún aquellos que se consideraban artistas profesionales.
  La misma señora Lardner hacía gala de una deliciosa modestia sobre este asunto.
  — No, no -solía decir cuando alguien se derretía en lirismos-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Eso es demasiado generoso. Todo lo más que diría es que son «light verse». -Y todo el mundo celebraba con una sonrisa el fino ingenio encerrado en la conjunción de estas dos palabras que generalmente significarían «versos ligeros», pero que también podían significar «versos luminosos».
  Aunque se lo pedían con gran frecuencia, nunca quería crear «esculturas de luz», sino en las fiestas que daba en su casa.
  — Lo otro sería comercializar el arte -decía.
  Sin embargo, no tenía inconveniente en preparar complicados hologramas de sus esculturas a fin de hacerlas perdurables y de que se pudieran reproducir en los museos de arte de todo el universo. Tampoco cobraba nada por el uso que se pudiera hacer, fuera cual fuese, de sus esculturas de luz.
  — No podría pedir ni un céntimo -decía, abriendo los brazos de par en par-. Están a disposición de todos, gratis. Al fin y al cabo, a mí luego no me sirven de nada.
¡Era cierto! Nunca utilizaba dos veces una misma escultura de luz.
Cuando se tomaban los hologramas, solía colaborar personalmente. Observando con ojo benigno cada uno de los pasos, estaba siempre a punto para ordenar a sus criados robots que ayudaran.
— Por favor, Courtney -solía decir-, ¿tendría la bondad de disponer convenientemente esa escalerilla?
Era su estilo. Siempre se dirigía a sus robots con la más depurada cortesía.
En una ocasión, años atrás, un funcionario del gobierno de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos le había reprochado:
— No puede hacerse así -le dijo muy serio-. La eficiencia de esas máquinas sale perjudicada. Han sido construidas para obedecer órdenes, y cuanto más claras sean, con mayor eficacia las cumplirán. Si se les pide algo con alambicada cortesía, les cuesta comprender que se trate de una orden, y reaccionan más despacio.
Pero la señora Lardner levantó su aristocrática cabeza y dijo:
— Yo no pido ni rapidez ni eficiencia. Pido buena voluntad. Mis robots me adoran.
El funcionario del gobierno le habría podido explicar que los robots no pueden amar ni adorar; pero quedó cohibido bajo la mirada ofendida, aunque dulce, de la dama.
Era bien sabido que la señora Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para que lo revisaran. Los cerebros positrónicos que llevan estos aparatos son complicadisimos, y en un caso de cada diez, aproximadamente, no están perfectamente ajustados cuando salen de la fábrica. A veces el defecto no se nota hasta al cabo de un tiempo; pero siempre que se note, la razón social «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.» los repara gratuitamente.
La señora Lardner movía la cabeza negativamente.
— Cuando un robot está ya en mi casa -decía-, y cumple con sus obligaciones, las pequeñas excentricidades que tenga se le toleran. No quiero que se les trate desconsideradamente.
Lo peor que se podía hacer era probar de explicarle que un robot no era más que una máquina. En tales casos, replicaba muy secamente:
— Ningún ser tan inteligente como un robot puede ser solamente una máquina. Yo los trato como a personas.
¡Y no había más que hablar!
Conservaba incluso a Max, a pesar de que estaba casi inservible. Apenas entendía lo que le ordenaban. Pero la señora Lardner negaba con denuedo tal afirmación.
— De ningún modo -decía con voz firme-. Coge sombreros y abrigos y los almacena perfectamente. Me sostiene objetos. Sabe hacer muchas cosas.
— Pero ¿por qué no lo haces reparar? -le preguntó un día un amigo.
— Ah, no podría. Él es así. Y es un encanto, ¿sabes? Al fin y al cabo, un cerebro positrónico es tan complejo que nadie puede asegurar en qué anda fuera de quicio, exactamente. Si hicieran a Max perfectamente normal, no habría manera de devolverle el encanto que ahora posee. No, no renunciaré a semejante hechizo.
— Pero si no está bien centrado -decía el amigo, mirando nervioso al robot-, ¿no podría resultar peligroso?
— Jamás -negó la señora Lardner con una carcajada-. Hace años que lo tengo. Es completamente inofensivo y una auténtica preciosidad.
Lo cierto era que Max tenía la misma figura que los otros robots: lisa, metálica, vagamente humana, pero inexpresiva.
No obstante, para la dulce señora Lardner, todos eran personas, todos eran un encanto, todos eran adorables. Ella tenía este carácter, esta personalidad.
  ¿Cómo pudo perpetrar un asesinato?

  La última persona del mundo que uno habría creído pudiera morir asesinada era John Semper Travis. Introvertido y amable, vivía en este mundo, pero no pertenecía a él. Poseía una mente con esa gracia especial para las matemática que le permitía deshacer la complicada urdimbre de la miríada de sendas positrónicas de la mente de un robot.
Era ingeniero jefe de «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.»
Y era además aficionado entusiasta a las «esculturas de luz». Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que la clase de matemática que empleaba al elaborar sendas cerebrales positrónicas se podían transformar en guías para la producción de esculturas de luz estéticas.
  Sin embargo, el intento de pasar de la teoría a la práctica resultó un lamentable fracaso. Las esculturas que producía siguiendo sus principios matemáticos salían pesadas, mecánicas, nada interesantes.
  Era el único motivo de pena que podía encontrarse en su sosegada existencia, introvertida, segura; y sin embargo, era motivo bastante para que se sintiera muy desdichado. Sabía que sus teorías eran ciertas, y sin embargo, no lograba ponerlas en práctica. Si pudiera producir al menos una gran muestra de escultura de luz... conocía las de la señora Lardner.
  Todo el mundo la aplaudía como a un genio, y sin embargo, Travis sabía que era incapaz de comprender hasta los aspectos más sencillos de la matemática robóticas. Había sostenido correspondencia con ella; pero la señora Lardner se había negado siempre a explicar qué métodos seguía, y él llegó a preguntarse si seguía alguno realmente. ¿No podía tratarse de simple intuición...? Pero hasta la intuición se podía reducir a fórmulas matemáticas. Por fin logró que le invitase a una de las fiestas que daba. Sencillamente, tenía que ver a aquella mujer.

Travis llegó más bien tarde. Había llevado a cabo una última tentativa por realizar una escultura de luz y había fracasado lamentablemente.
  Travis saludó a la señora Lardner con una especie de respeto maravillado y dijo:
— El robot que me ha cogido el sombrero y el abrigo era muy singular.
— Ese es Max -dijo la señora Lardner.
— Está muy mal acoplado y es un modelo bastante antiguo. ¿Cómo es que no lo devolvió a la fábrica?
— Oh, no -exclamó la señora Lardner-. Sería demasiada molestia.
— Ninguna en absoluto, señora Lardner -replicó Travis-. Le maravillaría la sencillez con que harían la tarea. Pero como yo pertenezco a «U. S. Robots» me he tomado la libertad de revisarlo. Lo hice en un momento, y usted verá que ahora está en perfectas condiciones de funcionamiento.
En el semblante de la señora Lardner se produjo un cambio extraño. El furor halló sitio en él, por primera vez en su dulce vida, y fue como si los rasgos fisonómicos no supieran cómo debían ordenarse.
— ¿Lo ha repasado? -gritó en un alarido-. ¡Si era él quien creaba mis esculturas de luz! Era el mal acoplamiento, que ya no se podrá reproducir nunca más, lo que..., lo que...
Fue realmente una desgracia que hubiera estado mostrando, hacía unos instantes, su colección, y que el puñal incrustado de joyas de Camboya se hallara sobre la mesita de mármol, delante de ella.
También Travis tenía el semblante terriblemente alterado.
— ¿Quiere decir que si yo hubiera estudiado sus pistas cerebrales, afectadas de un mal acoplamiento singular, único, habría podido aprender...?
La señora Lardner se abalanzó con un impulso demasiado repentino para que nadie pudiera contenerla, y el hombre no intentó siquiera esquivar el golpe. Algunos dijeron que hasta fue a su encuentro... como si quisiera morir.












Actividades

  1. Buscar en el diccionario las siguientes palabras: recamados, urdimbre, miríadas,furor.

  2.   “— Lo otro sería comercializar el arte -decía”. ¿ Qué personaje es el que está interviniendo en este enunciado? 


 

  1. ¿Quién dijo lo que aparece resaltado en negrita? 

  2. ¿Qué información te brinda el enunciado resaltado en rojo? 

¿Cómo formulamos el enunciado anterior con una expresión sinonímica? 

  1. ¿Cuál es la creación de la protagonista? 

¿Cómo los denomina y por qué? 

  1. Arma sintagmas nominales a partir de las siguientes palabras: 


Robot 


Luz 


Lardner



  1. Transforma el discurso indirecto subrayado en discurso directo. 

  2. Localiza en el texto pasajes en los cuales encontramos descripciones. 

  3. ¿Qué te  transmite como reflexión final la lectura del  texto?  



sábado, 10 de septiembre de 2022

Enero 1999: el verano del cohete. Crónicas marcianas.

 El verano del cohete

    Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, los trozos de hielo bordeaban los techos, los niños esquiaban en las pendientes; las mujeres envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros.

    Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se quebró y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron, las ventanas se levantaron, los niños se quitaron las ropas de lana, las mujeres guardaron en los armarios los disfraces de oso, la nieve se derritió descubriendo los antiguos y verdes prados del último verano.

    El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. el verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida.

    El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete transformaba los climas y durante unos instantes fuer verano en la Tierra.

                                                                             Ray Bradbury

    

Bioquímica cuento de ciencia ficción

Bioquímica
       
       Debí haber escrito ese trabajo sin consideraciones extravagantes, solo teniendo en cuenta los resultados comprobados. Debí haber invocado permanentemente a la razón salvadora. Pero algo ocurrió mientras contemplaba en nuestro laboratorio una fotografía aumentada de moscas utilizadas para el experimento. Era una toma en colores de seis de los insectos captados sobre el fino cristal de mi tubo de ensayo; la luz de un reflector caía en pleno sobre el tubo, en un fondo celeste que obraba de contraste. Quedé paralizada cuando me pareció descubrir en una de las moscas, a trasluz de los detalles característicos de insecto, un rostro sugerido de hombre, sí, de un viejo hombre sufriente. La observé con atención, la cubrí con un libro, y llamé por teléfono al profesor. Belkis me escuchó, me hizo repetir la historia, se rio y recomendó que descansara. 
  Pero cómo puede descansarse cuando las estadísticas fracasan, cuando las mediciones se disuelven y un atributo nuevo, inesperado, nos asalta de pronto como un estigma de ancestral vasallaje... A medianoche corrí al laboratorio, retiré sigilosamente el libro con una esperanza siniestra. Aún estaban allí. Cada uno de los seis insectos de la foto sugería un rostro demacrado, de una humanidad transida.
  El capítulo que yo debía escribir era un estudio sobre los componentes de la conducta genética de los insectos. Durante meses nos habíamos reunido para comparar secuencias de conductas en grupos paralelos sometidos a distintos condicionamientos. Mientras los rostros humanos me miraban fijados desde la fotografía, todas las equivalencias se trastocaban.
   Contemplé por la ventana de mi sexto piso calles en pleno centro. A la salida de los cines la multitud pululaba en una mancha móvil que se expandía y retraía junto con el flujo misterioso de la hora. Las sombras pegadas a los cuerpos se derretían en el conjunto sibilante apena iluminado. 
  En el cielo, Alfa Centauro, más brillante que nunca, titilaba silenciosa entre señales enviadas por los aros perdidos del firmamento. 
   Dispuse, entonces, el microscopio y encendí las luces en toda su potencia. Revisé los frascos oxigenados. A simple vista, se trataba solo de insectos, quebrándose en su vuelo irregular y azaroso contra las paredes de vidrio. Operando los mecanismos hice pasar a uno cualquiera, y cuando hube cerrado el oxígeno, se debatió largamente en una agonía espásmica. Cuando lo hube desmenuzado, lo estudié largamente; sus tejidos estriados nada tenían que ver con los rasgos que yo había detectado en la fotografía: las células inertes bajo los colorantes parecían un mosaico simétrico recortado de un vireaux eclesiástico. 
     Iba ya a dar por terminada la aventura con consternación imbécil, cuando se abrió la puerta súbitamente y Belkis entró exaltado:
 -No lo mires así -gritó-. No lo hagas. No tienes ningún derecho. 
     Miré a Belkis sin aliento. Cuando lo hube mirado bien, su sombra negra sobre la pared semejaba un par de alas plegadas detrás de su espalda, sus brazos crecían en pares ominosos y todo él se obliteraba gradualmente, perdiendo su tamaño. 
     Corrí hacia él sin detenerme.

                                             Teresa Porzecanski de Ruido Blanco 6.                                                    Cuentos de ciencia ficción uruguaya.

sábado, 6 de agosto de 2022

Currículum vitae

 CURRíCULUM VITAE


DATOS PERSONALES


NOMBRE: Carlos Ortiz.

ESTADO CIVIL: Soltero.

EDAD: 39 años.

DIRECCIÓN: Cno. A. Saravia 2002 Pando.

TELÉFONO: 292-17-20 09966-99-12

C. IDENTIDAD: 2.566.587-1.

NACIONALIDAD: Oriental.


FORMACIÓN ACADÉMICA


Administración de Empresas. Universidad del Trabajo del Uruguay.

Técnica en Administración de Empresas. Egresado de EDA. Facultad de Ciencias Económicas.

Marketing y técnicas de ventas.

Operación PC

Manejo de Correo Electrónico

Inglés y portugués básicos.


EXPERIENCIA LABORAL


EMPRESA



CARGO

DESDE

HASTA

VESSENA SRL.

Encargado contable

1988

1998

ULTRAMAR S.A.

Jefe de administración de ventas.


1998

2007

IMPRES GROUP SA

Jefe de Administración

2008

Hasta fecha actual.



REFERENCIAS LABORALES


Vessena SRL. Sra. Gabriela Gómez. Supervisora de Compras. Tel.: 929-09-55

Ultramar S.A. Sra. María Sagrín. Encargada Contable. Tel. 222-11-24


REFERENCIAS PERSONALES


Sra. Rossana Santos. Ejecutiva de ventas. Tels. 292-23-28 y 282-25-65

Sr. Rafael Cabrera. Ingeniero. Tel.:916-35-51


lunes, 18 de julio de 2022

La elección de los nombres de Crónicas marcianas

  Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll, montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda Tentativa. En todos los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina Spender y una ciudad Nathaniel York...

Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero, Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.
Y después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos bajaron a las sepulturas...
Y cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.
Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas replicaran también con empujones...

 VERSOS LUMINOSOS

De todas las personas del mundo, la última a quien nadie habría creído capaz de cometer un asesinato era la señora Avis Lardner. Viuda del gran astronauta mártir, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, todo el mundo estaba de acuerdo en ello, artista genial. Pero sobre todo era el ser humano más dulce y bondadoso que se pudiera imaginar.
Como todos recordamos, su marido, William J. Lardner, murió por efecto de la radiación de una erupción solar, después de haberse quedado deliberadamente en el espacio para que una nave de viajeros pudiera llegar sin contratiempo a la Estación Espacial 5.
La hazaña de su difunto esposo le había valido a la señora Lardner una generosa pensión, que ella invirtió con acierto y prudencia. Ya en plena edad madura, era una mujer rica.
Su casa era una vitrina, un verdadero museo, que sólo contenía colecciones extremadamente selectas de objetos extraordinariamente hermosos, adornados con joyas. Procedentes de una docena de culturas distintas, había conseguido reliquias de casi todos los artefactos imaginables que se pudieran incrustar de joyas y destinar al servicio de la aristocracia de la cultura en cuestión. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera recamados de joyas fabricados en América, un puñal enjoyado de Camboya, unas gafas incrustadas de joyas de Italia, y un largo etcétera, casi interminable.
Todo estaba a la vista para que lo inspeccionara quien quisiese. Los objetos no estaban asegurados, ni había medidas especiales de seguridad. No se precisaba ninguna de las precauciones habituales, porque la señora Lardner tenía un elevado número de robots, y se podía confiar plenamente en que cada uno de ellos guardaría aquellos objetos con imperturbable concentración, honradez irreprochable y eficiencia inquebrantable.
Todo el mundo conocía la existencia de tales robots, y no se tiene noticia de ningún intento de robo.
Luego, por supuesto, venían sus «esculturas de luz». Ninguno de los invitados a sus muchas fiestas y recepciones podía imaginar cómo hubiera descubierto la señora Lardner su genio para el arte. En todas las ocasiones, sin embargo, en que su casa abría las puertas de par en par para recibir invitados, brillaba por las habitaciones una nueva sinfonía de luz; curvas tridimensionales y sólidos de colores diluidos, unos puros y otros fundiéndose en pasmosos efectos cristalinos que llenaban de admiración a los invitados y, fuese como fuere, siempre modificándose de forma que el cabello, blanco azulado, de la señora Lardner y su rostro, sin arrugas, adquiriese una dulce belleza.
Los invitados venían por las «esculturas de luz» más que por ninguna otra cosa. Nunca se vio dos veces la misma, ni apareció nunca ninguna que no explorase nuevos caminos experimentales del arte. Muchas personas podían tener consolas de luz por diversión; pero ninguna podía aproximarse siquiera a la pericia de la señora Lardner. Ni aún aquellos que se consideraban artistas profesionales.
La misma señora Lardner hacía gala de una deliciosa modestia sobre este asunto.
— No, no -solía decir cuando alguien se derretía en lirismos-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Eso es demasiado generoso. Todo lo más que diría es  

que son «light verse». -Y todo el mundo celebraba con una sonrisa el fino ingenio encerrado en la conjunción de estas dos palabras que generalmente significarían «versos ligeros», pero que también podían significar «versos luminosos».
Aunque se lo pedían con gran frecuencia, nunca quería crear «esculturas de luz», sino en las fiestas que daba en su casa.
— Lo otro sería comercializar el arte -decía.
Sin embargo, no tenía inconveniente en preparar complicados hologramas de sus esculturas a fin de hacerlas perdurables y de que se pudieran reproducir en los museos de arte de todo el universo. Tampoco cobraba nada por el uso que se pudiera hacer, fuera cual fuese, de sus esculturas de luz.
— No podría pedir ni un céntimo -decía, abriendo los brazos de par en par-. Están a disposición de todos, gratis. Al fin y al cabo, a mí luego no me sirven de nada.
¡Era cierto! Nunca utilizaba dos veces una misma escultura de luz.
Cuando se tomaban los hologramas, solía colaborar personalmente. Observando con ojo benigno cada uno de los pasos, estaba siempre a punto para ordenar a sus criados robots que ayudaran.
— Por favor, Courtney -solía decir-, ¿tendría la bondad de disponer convenientemente esa escalerilla?
Era su estilo. Siempre se dirigía a sus robots con la más depurada cortesía.
En una ocasión, años atrás, un funcionario del gobierno de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos le había reprochado:
— No puede hacerse así -le dijo muy serio-. La eficiencia de esas máquinas sale perjudicada. Han sido construidas para obedecer órdenes, y cuanto más calara sean, con mayor eficacia las cumplirán. Si se les pide algo con alambicada cortesía, les cuesta comprender que se trate de una orden, y reaccionan más despacio.
Pero la señora Lardner levantó su aristocrática cabeza y dijo:
— Yo no pido ni rapidez ni eficiencia. Pido buena voluntad. Mis robots me adoran.
El funcionario del gobierno le habría podido explicar que los robots no pueden amar ni adorar; pero quedó cohibido bajo la mirada ofendida, aunque dulce, de la dama.
Era bien sabido que la señora Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para que se lo repasasen. Los cerebros positrónicos que llevan estos aparatos son complicadísimos, y en un caso de cada diez, aproximadamente, no están perfectamente ajustados cuando salen de la fábrica. A veces el defecto no se nota hasta al cabo de un tiempo; pero siempre que se note, la razón social «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.» los repara gratuitamente.
La señora Lardner movía la cabeza negativamente.
— Cuando un robot está ya en mi casa -decía-, y cumple con sus obligaciones, las pequeñas excentricidades que tenga se le toleran. No quiero que se les trate desconsideradamente.
Lo peor que se podía hacer era probar de explicarle que un robot no era más que una máquina. En tales casos, replicaba muy secamente:
— Ningún ser tan inteligente como un robot puede ser solamente una máquina. Yo los trato como a personas.
¡Y no había más que hablar!
Conservaba incluso a Max, a pesar de que estaba casi inservible. Apenas entendía lo que le ordenaban. Pero la señora Lardner negaba con denuedo tal afirmación.
— De ningún modo -decía con voz firme-. Coge sombreros y abrigos y los almacena perfectamente. Me sostiene objetos. Sabe hacer muchas cosas.
— Pero ¿por qué no lo haces reparar? -le preguntó un día un amigo.
— Ah, no podría. Él es así. Y es un encanto, ¿sabes? Al fin y al cabo, un cerebro positrónico es tan complejo que nadie puede asegurar en qué anda fuera de quicio, exactamente. Si hicieran a Max perfectamente normal, no habría manera de devolverle el encanto que ahora posee. No, no renunciaré a semejante hechizo.
— Pero si no está bien centrado -decía el amigo, mirando nervioso al robot-, ¿no podría resultar peligroso?
— Jamás -negó la señora Lardner con una carcajada-. Hace años que lo tengo. Es completamente inofensivo y una auténtica preciosidad.
Lo cierto era que Max tenía la misma figura que los otros robots: lisa, metálica, vagamente humana, pero inexpresiva.
No obstante, para la dulce señora Lardner, todos eran personas, todos eran un encanto, todos eran adorables. Ella tenía este carácter, esta personalidad.
¿Cómo pudo perpetrar un asesinato?

La última persona del mundo que uno habría creído pudiera morir asesinada era John Semper Travis. Introvertido y amable, vivía en este mundo, pero no pertenecía a él. Poseía una mente con esa gracia especial para las matemática que le permitía deshacer la complicada urdimbre de la miríada de sendas positrónicas de la mente de un robot.
Era ingeniero jefe de «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.»
Y era además aficionado entusiasta a las «esculturas de luz». Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que la clase de matemáticas que empleaba al elaborar sendas cerebrales positrónicas se podían transformar en guías para la producción de esculturas de luz estéticas.
Sin embargo, el intento de pasar de la teoría a la práctica resultó un lamentable fracaso. Las esculturas que producía siguiendo sus principios matemáticos salían pesadas, mecánicas, nada interesantes.
Era el único motivo de pena que podía encontrarse en su sosegada existencia, introvertida, segura; y sin embargo, era motivo bastante para que se sintiera muy desdichado. Sabía que sus teorías eran ciertas, y sin embargo, no lograba ponerlas en práctica. Si pudiera producir al menos una gran muestra de escultura de luz... conocía las de la señora Lardner.
Todo el mundo la aplaudía como a un genio, y sin embargo, Travis sabía que era incapaz de comprender hasta los aspectos más sencillos de las matemáticas robóticas. Había sostenido correspondencia con ella; pero la señora Lardner se había negado siempre a explicar qué métodos seguía, y él llegó a preguntarse si seguía alguno realmente. ¿No podía tratarse de simple intuición...? Pero hasta la intuición se podía reducir a fórmulas matemáticas. Por fin logró que le invitase a una de las fiestas que daba. Sencillamente, tenía que ver a aquella mujer.

Travis llegó más bien tarde. Había llevado a cabo una última tentativa por realizar una escultura de luz y había fracasado lamentablemente.
Travis saludó a la señora Lardner con una especie de respeto maravillado y dijo:
— El robot que me ha cogido el sombrero y el abrigo era muy singular.
— Ese es Max -dijo la señora Lardner.
— Está muy mal acoplado y es un modelo bastante antiguo. ¿Cómo es que no lo devolvió a la fábrica?
— Oh, no -exclamó la señora Lardner-. Sería demasiada molestia.
— Ninguna en absoluto, señora Lardner -replicó Travis-. Le maravillaría la sencillez con que harían la tarea. Pero como yo pertenezco a «U. S. Robots» me he tomado la libertad de repasarlo. Lo hice en un momento, y usted verá que ahora está en perfectas condiciones de funcionamiento.
En el semblante de la señora Lardner se produjo un cambio extraño. El furor halló sitio en él, por primera vez en su dulce vida, y fue como si los rasgos fisonómicos no supieran como debían ordenarse.
— ¿Lo ha repasado? -gritó en un alarido-. ¡Si era él quien creaba mis esculturas de luz! Era el mal acoplamiento, que ya no se podrá reproducir nunca más, lo que..., lo que...
Fue realmente una desgracia que hubiera estado mostrando, hacía unos instantes, su colección, y que el puñal incrustado de joyas de Camboya se hallara sobre la mesita de mármol, delante de ella.
También Travis tenía el semblante terriblemente alterado.
— ¿Quiere decir que si yo hubiera estudiado sus pistas cerebrales, afectadas de un mal acoplamiento singular, unico, habría podido aprender...?
La señora Lardner se abalanzó con un impulso demasiado repentino para que nadie pudiera contenerla, y el hombre no intentó siquiera esquivar el golpe. Algunos dijeron que hasta fue a su encuentro... como si quisiera morir.