domingo, 17 de abril de 2022

Drácula de Bram Stoker. Diario de Jonathan Harker

     Diario de J. Harker (Continuación)
    5 de mayo. Sin duda me dormí, de lo contrario, ¿cómo no me habría sorprendido por el espectáculo que ofrecía aquel antiguo castillo? En la noche, su patio resultaba inmenso y, además, como del mismo partían varios pasadizos oscuros, bajo grandes arcadas seguramente parecía mayor de lo que era en realidad. Todavía no he podido verlo de día.
    La calesa se detuvo, el cochero echó de pie a tierra, y e dio la mano para ayudarme a descender. Volví a observar su prodigiosa fuerza. Su mano era como un clavo de acero que, de haberlo querido, habría podido triturar la mía. Cogió mi equipaje, que depositó en el suelo a mi lado, junto a un portal muy antiguo, claveteado de hierro y montado en un marco de piedra maciza que sobresalía. A pesar de la oscuridad, pude observar que la piedra estaba esculpida, pero la inclemencia del tiempo había destruido los relieves. El cochero subió otra vez al pescante, empuñó las riendas, los caballos arrancaron al trote ligero y el coche desapareció por uno de aquellos oscuros y lóbregos pasadizos.
    Me quedé allí, sin saber qué hacer. No había ninguna campanilla que agitar, ningún aldabón para llamar, y resultaba inverosímil que alguien pudiera oír mi voz a través de aquellos muros tan gruesos y aquellas ventanas tan negras. Esperé un tiempo bastante largo, durante el cual volvieron a mí todas mis aprensiones, todas mis angustias. ¿Dónde me hallaba y con qué case de gente tenía que enfrentarme? ¿En qué siniestra aventura me había embarcado? ¿Se trataba de un incidente ordinario en la vida de un pasante de procurador que llegaba a este castillo para ser consultado respecto a la compra de un inmueble situado en los alrededores de Londres? Pasante de procurador... No, esto no le gustaría a Mina. ¡Procurador! Ya que unas horas antes de salir de Londres me habían comunicado que había superado las pruebas. Por tanto, ya era todo un procurador. Comencé a frotarme los ojos, pellizcarme por todo el cuerpo para convencerme de que no soñaba, de que no estaba teniendo una espantosa pesadilla y que, de un momento a otro, abriría los ojos para comprobar que estaba en mi casa que la aurora iluminaba poco a poco mis ventanas; puesto que no sería mi primera noche de sueño agitado después de una jornada de trabajo excesivo. ¡Oh, no! Mis pellizcos me dolieron intensamente, y la vista no me engañaba. ¡Estaba completamente despierto en medio de los Cárpatos! Solo podría hacer una cosa: tener paciencia y esperar la salida del sol.
    Apenas llegué a esta conclusión, oí unos pasos pesados detrás del gran portal, y al mismo tiempo divisé, por una ranura, un rayo de luz. Luego hubo el ruido de cadenas y de unos enormes cerrojos descorrerse. El girar de una llave en la cerradura, produjo un sonido chirriante y largo, pues sin duda hacía tiempo que no se usaba, y la gran puerta quedó entreabierta.
    Ante mí se hallaba un caballero anciano, recién afeitado, excepto por el bigote blanquecino, ataviado de negro de pies a cabeza sin la menor nota de color alguna. Sostenía en la mano una lámpara antigua de plata, cuya llama ardía sin  ninguna pantalla protectora de vidrio, vacilando por la corriente de aire y proyectando unas sombras alargadas y oscilantes a su alrededor. Con un cortés ademán de su mano derecha, el anciano me rogó que entrase al castillo, exclamando con un acento inglés impecable, aunque provisto de un tono extraño:
    - ¡Sea bienvenido a mi morada! ¡Entre al castillo por su propia voluntad!
    No avanzó hacía mí, sino que permaneció más allá del umbral, semejante a una estatua, como si el saludo lo hubiera petrificado. Sin embargo, apenas hube franqueado el umbral, vino hacia mí, casi precipitándose a mi encuentro, y con una mano tendida asió la mía con una fuerza tal que me estremecí de dolor... tanto más cuanto que aquella mano tan poderosa estaba helada como la nieve, por  lo que semejaba más la mano de un muerto que la de un vivo.
    -¡Sea bienvenido a mi morada! -repitió-. Entre por su propia voluntad, entre sin temor y deje aquí parte de la felicidad que lleva consigo (...)
    El conde se apartó de la chimenea para levantar él mismo la tapadera de un plato y, un instante después, yo me deleitaba con un pollo asado que estaba realmente delicioso. Añádese un podo de queso, una ensalada y dos vasos de viejo tokay, y quedará enumerada la primera comida en el castillo de Drácula. Mientras cenaba, el conde me formuló numerosas preguntas respecto a mi viaje, y le conté, uno tras otro, los incidentes que había vivido.
    Su nariz aquilina le daba decididamente un perfil de águila; tenía la frente alta y abombada, y el pelo ralo en las sienes pero abundante en el resto de la cabeza; las espesas cejas se juntaban encima de la nariz, y sus pelos daban la impresión de enmarcarla, por lo largo y espeso que eran. La boca, o al menos lo que de la misma percibí bajo su enorme bigote, tenía una expresión cruel, y los dientes, relucientes de blancura, eran extraordinariamente puntiagudos y sobresalían de los labios, cuyo color rojo escarlata revelaba una sorprendente  vitalidad en un hombres de su edad. Solo las orejas puntiagudas, eran pálidas; el ancho mentón anunciaba una gran fuerza, y las mejillas, aunque enjutas, eran firmes. El efecto general era de una palidez extraordinaria.
    Había observado el dorso de sus manos, que mantenía cruzadas sobres sus rodillas, y, a la claridad del fuego, me parecieron más blancas y finas; no obstante, al verlas más de cerca, comprobé que, por el contrario, eran muy groseras, anchas, con dedos cortos. Y por muy extraño que parezca, el centro de las palmas estaba cubierto de vello. En cambio, las uñas eran largas y finas, acabadas en punta. Una vez que el conde se inclinó hacia mí, no pude reprimir un estremecimiento (...)