domingo, 20 de julio de 2025

Cuatro historias de emigrantes

 

 

   "Dos años después de llegar a Montevideo, en 1953, merced al tesón, al empeño, las largas jornadas laborales y el ahorro de los dos hermanos, se produce una situación de fortuna. Los hermanos García, Isidoro y Andrés, logran reunir el dinero suficiente para traer a Montevideo a toda la familia. María Antonia se reúne con sus hijos en Montevideo, y, para mayor felicidad de la familia, completan el grupo emigrante, Amparo y Genoveva las hermanas de los primeros con sus proles.

              Un domingo, estando todos en plena tarea, llega a la casa una paisana, amiga de la familia, que le llevaba a Genoveva una ropa para arreglar. En compañía de esa amiga venía su sobrina Gloria, una hermosa jovencita de ojos grandes, gallega también. A Isidoro se le subieron los colores cuando sus miradas se cruzaron por un instante... y jamás pudo desprenderse de aquella mirada.

              Varios meses después de ese acontecimiento, Isidoro concurre a uno de los bailes de la época estival de la Quinta de Galicia. La romería comenzaba a las diez de la mañana, cuando se abrían las puertas de la quinta para que el público entrara y se ubicara alrededor de las mesas de piedra que había bajo la sombra de la arboleda. Al medio día aparecían las empanadas, las tortillas, la damajuana de vino. Las familias se juntaban. Los hombres mayores jugaban a la brisca o al dominó, las madres se dedicaban a contar historias a la vez que vigilaban a sus hijas, a ver con quién bailaban. A eso de las tres de la tarde las orquestas tocaban a todo ritmo y las pistas se llenaban de bailarines. La costumbre de las orquestas era tocar media hora y otro tanto de descanso. Cuando paraba la orquesta típica o de jazz, actuaban los gaiteros; entonces salían algunos a bailar la muiñeira, el pasodoble y la jota.

              Era costumbre que el caballero invitara a bailar a una muchacha. Si la madre de esta no hacía objeción, que podía ser mediante un gesto o una palabra, la pareja salía a la pista y por lo general bailaba toda la media hora, a no ser que la dama dijera "gracias" y se retiraba al lugar donde estaba su familia."

              "Ese domingo en la Quinta de Galicia, Isidoro invitó a bailar a una señorita. La orquesta recién comenzaba. De pronto, inesperadamente... ¡Aquellos ojos grandes! Ella bailaba con otro chico. Entonces la mirada de Gloria e Isidoro se cruzaron otra vez (...) De pronto, se voltea, y entre un numeroso grupo familiar se cruza con aquellos ojos que parecían tener un imán. Como un autómata se dirige hacia Gloria... Bailaron todas las medias horas siguientes de ese domingo veraniego, fueron los últimos en retirarse de la pista... ¡El flechazo fue para siempre!

                                                         Cuatro historias de emigrantes, Isidoro Manuel García García

domingo, 13 de julio de 2025

El zambullidor de Luis do Santos, anécdota.

 

Gran parte de la vida del pueblo pasaba por aquel almacén. Las noticias llegaban en el ómnibus de las seis y corrían por el largo mostrador de madera lustrada, donde el gallego Banderas se acodaba a darles la veracidad o el destierro que necesitaba. Tomillos, salamines, galletas, relojes de pared, trajes polvorientos, fideos petrificados, anzuelos viejos, zapatos de punta reforzada y hasta lombrices cultivadas en el fondo de la casa, cerca de la pileta de lavar ropa. Todo se podía encontrar en aquellos estantes cubiertos de polvo, llenos de adornos inútiles e historias ajadas.

            La tarde en que llegué a comprar medio kilo de la mortadela escondida en la campana de vidrio, a salvo de las moscas, no había nadie en el almacén. Banderas esperaba atrás del mostrador, la calva reluciente a la luz de la lámpara, los anteojos a punto de caerse nariz abajo por el sudor, un chaleco vetusto queriendo en vano tapar la camisa gastada, y el lápiz de tatuar las compras en la libreta de fiado, con la punta afilada, siempre listo para saltar como un asesino, oculto detrás de la oreja derecha. Rebanó el fiambre sin temblar, demostrando su mentada precisión de cirujano, y lo envolvió en un papel grasiento. Yo me paré en puntas de pie hasta llegar a la altura del mostrador para alcanzarle la libreta. Fue cuando sentí el aliento pesado, mezcla de perfume  barato, cigarros viejos y alcohol, que delata a los borrachos que no parecen borrachos. El hombre me sonrió a través de los lentes y preguntó a quemarropa por el “loco de la patilla”. Quedé mudo un instante, sorprendido ante la pregunta, y la rabia me fue tomando todo, el estómago hasta los huesos.

            Desde que tengo memoria, la pasión sin aduanas ha sido mi perdición. Levanté el envoltorio  en un movimiento rápido por encima del mostrador y la mortadela golpeó de lleno en el pecho del gordo de la cara espantada. Le di la espalda y salí raudamente, pero antes de cruzar la puerta giré para mirarlo a los ojos y desaté la bronca atascada en la garganta. “Se llama Antonio y es mi tío”, grité y la voz se despegó distinta. Después corrí hacia la casa, todavía falto de aire por la rabia, a decirles a mi madre que en el almacén de Banderas no quedaba más mortadela.

            Luis do Santos (2017) El zambullidor. Montevideo, Ed. Fin de Siglo, pp 78-79.

Luz estelar de Isaac Asimov

 LUZ ESTELAR    

 Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor. 

-¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.   

 Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.     

El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida. 

-Es la huida, jovencito -le había dicho-. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.

 -Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día. 

-No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia. 

-Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.

 -No,Trent, no.

 -El viejo le cogió la mano con trémula excitación-. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre sí.    

Describió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original -la Tierra, lo llamaban- en los tiempos prehistóricos. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.   

 -Si efectuamos el salto al azar -le explicó Brennmeyer- estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.

 Trent sacudió la cabeza. -Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado. 

Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía a nadie cerca, pero bajó la voz: -Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo.

 -Trent enarcó las cejas. 

El viejo prosiguió-: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la. galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria.  Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.

 -Parece complicado.  

-No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo. 

 -Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella. 

 -Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardíaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.

 -Usted podría sufrir un ataque cardíaco. Es más viejo. 

El anciano se encogió de hombros. -Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.    

 Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. 

Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín -no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza-, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.  Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.   

  Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.   Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia. Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algunas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.     

Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más. Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos. Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.   Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años. 

Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades eran aún más bajas que las de saltar al interior de una estrella.  Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga. ¡Era una nova!  La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante quizás solo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenerla en cuenta.  Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.    

 -¡No la tengas en cuenta! -gritó Trent-. ¡Ignórala! Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía. El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes. Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte. Si al menos se hubiera guardado el cuchillo… 


La elección de los nombres de Crónicas marcianas

 

La elección de los nombres

 Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll, montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda Tentativa. En todos los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina Spender y una ciudad Nathaniel York...

    Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero, Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.

    Y después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos bajaron a las sepulturas...

    Y cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.

    Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas replicaran también con empujones...