Gran parte de la vida del pueblo
pasaba por aquel almacén. Las noticias llegaban en el ómnibus de las seis y
corrían por el largo mostrador de madera lustrada, donde el gallego Banderas se
acodaba a darles la veracidad o el destierro que necesitaba. Tomillos,
salamines, galletas, relojes de pared, trajes polvorientos, fideos
petrificados, anzuelos viejos, zapatos de punta reforzada y hasta lombrices
cultivadas en el fondo de la casa, cerca de la pileta de lavar ropa. Todo se
podía encontrar en aquellos estantes cubiertos de polvo, llenos de adornos
inútiles e historias ajadas.
La tarde en
que llegué a comprar medio kilo de la mortadela escondida en la campana de
vidrio, a salvo de las moscas, no había nadie en el almacén. Banderas esperaba
atrás del mostrador, la calva reluciente a la luz de la lámpara, los anteojos a
punto de caerse nariz abajo por el sudor, un chaleco vetusto queriendo en vano
tapar la camisa gastada, y el lápiz de tatuar las compras en la libreta de
fiado, con la punta afilada, siempre listo para saltar como un asesino, oculto
detrás de la oreja derecha. Rebanó el fiambre sin temblar, demostrando su
mentada precisión de cirujano, y lo envolvió en un papel grasiento. Yo me paré
en puntas de pie hasta llegar a la altura del mostrador para alcanzarle la
libreta. Fue cuando sentí el aliento pesado, mezcla de perfume barato, cigarros viejos y alcohol, que delata
a los borrachos que no parecen borrachos. El hombre me sonrió a través de los
lentes y preguntó a quemarropa por el “loco de la patilla”. Quedé mudo un
instante, sorprendido ante la pregunta, y la rabia me fue tomando todo, el
estómago hasta los huesos.
Desde que
tengo memoria, la pasión sin aduanas ha sido mi perdición. Levanté el
envoltorio en un movimiento rápido por
encima del mostrador y la mortadela golpeó de lleno en el pecho del gordo de la
cara espantada. Le di la espalda y salí raudamente, pero antes de cruzar la
puerta giré para mirarlo a los ojos y desaté la bronca atascada en la garganta.
“Se llama Antonio y es mi tío”, grité y la voz se despegó distinta. Después
corrí hacia la casa, todavía falto de aire por la rabia, a decirles a mi madre
que en el almacén de Banderas no quedaba más mortadela.
Luis do
Santos (2017) El zambullidor. Montevideo, Ed. Fin de Siglo, pp 78-79.