El
lunes
por la mañana la fiebre me acompañó durante la jornada de trabajo.
Pasé las horas lentas, absolutamente inquieta, reconcentrada en los
sucesos del día anterior, asustada por la cantidad de sangre que
había salido de mi nariz, preguntándome si estaría enferma o hasta
moribunda y no lo sabía. Al salir, el caníbal estaba parado en la
acera frente al lugar donde aguardaba mi bus. Me hacía señas con
una mano, me saludaba, me invitaba a cruzar la calle. Lo ignoré como
pude. Cuando llegué a mi casa intenté no pensar en lo que había
ocurrido. Fue imposible.
Cada vez que quiero escapar de un pensamiento, este se torna obsesivo
y hasta sueño con él. No hay voluntad posible que nos aparte de
nuestra mente. Decidí que no tocaría el maletín en unos días y
que visitaría a mis padres en cuanto tuviera un día libre.
La
semana transcurrió entre la irrealidad de la vigilia y las
pesadillas nocturnas. La presencia del caníbal era agobiante con su
constancia; cada vez que salía del edificio estaba frente a mí,
silencioso y gesticulando. La fiebre no cesaba, los recuerdos y
pensamientos en torno al aljibe me acosaban continuamente. La cara
imposible del mandril, sus compañeros, cada uno tan desagradable
como él, me provocaban una especie e vértigo, una sensación de
caída que me hacía incorporar en la cama a la noche. (…).
Revolví
papeles buscando el número de teléfono de la central de mi piso en
la empresa. ¿Cuánto hacía que trabajaba allí? ¿Diez años?
¿Quince? Tal vez cerca de veinte. ¿Cómo alguien podría olvidar
algo así? Años de rutina y tedio estaban afectando mi memoria.
Parecía ser irreversible. Temí que una enfermedad heredada o
contagiosa se estuviera asentando y quedara como mis padres, sumida
en una profunda e impenetrable ausencia. Del otro lado del teléfono
una voz digital me indicaba varios números que iban derivándome a
varias contestadoras hasta dar con una voz humana o por lo menos,
parecida. Era inusual faltar a mi trabajo. En tantos años jamás lo
había hecho. A pesar de eso se me explicó que afectaría la
contabilización de mis días de trabajo para la jubilación. Me dio
lo mismo. No me detuve a pensarlo y exigí que enviaran al médico
estatal para certificar mi ausencia. Llegaría como máximo en tres
horas, así que en ese estado planifiqué el resto del día.
Aprovecharía la ocasión para visitar a mis padres.
La
espera fue tensa pero breve. El médico solo me hizo unas preguntas y
no quiso traspasar el umbral. Cuando le conté que sangraba la nariz
cada vez con más frecuencia, causándome mareos y hasta desmayos,
levantó la vista del documento sobre el que estaba escribiendo.
-Es
una enfermedad cada vez más común, lo siento. No hay solución. Le
diría que asista a un hospital público, pero probablemente la
atiendan en un año o más. No es posible conseguir medicamentos para
su condición; el Estado no los reparte y son demasiado costosos.
Estiró
su brazo y examinó los ojos bajo mis párpados mientras me explicó
que tenía anemia. Sacó un tensiómetro de su maletín y ahí,
parados en la puerta de entrada me dijo que tenía la presión
demasiado alta. Me tomó la temperatura y no se mostró sorprendido
por el resultado. Afirmó con certeza que si continuaba así
probablemente no tendría chances de sobrevivir. No supe qué
decirle. Sabía que no tenía sentido rogar por atención médica
especializada. Atiné a preguntarle si estaba seguro y me contestó
con cierta resignación en la mirada que era la misma enfermedad que
estaba matando a todos. Que estábamos intoxicados, mal alimentados,
y atacados por un montón de bacterias imposibles de tratar. Se
despidió con una disculpa y percibí otra vez un dejo de amargura en
su rostro. Un médico que no puede curar.. (…).
Andrea
Arismendi, Cuando eso acecha.