sábado, 2 de marzo de 2024

Revista Montevideo visto por los viajeros. Aníbal Barrios Pintos

 Usos y COSTUMBRES DE LOS HABITANTES. SU CULTURA John Mawe, que dedicara su vida al estudio de las ciencias naturales, especialmente de la mineralogía, llegó a Montevideo en viaje de negocios en junio de 1805. Suponiéndolo espía, las autoridades españolas lo confinaron en una estancia del departamento de Lavalleja. Mawe, que cultivó amistad con el naturalista Pbro. Dámaso Antonio Larrañaga, fue liberado durante la invasión inglesa y acompañó la expedición de Whitelocke a Buenos Aires en 1807. Dice el autor, mencionando algunos de los rasgos más característicos de los criollos: "Son humanos y bien dispuestos, cuando no actúan movidos por los prejuicios políticos o religiosos. Sus hábitos de vida son muy parecidos a los de sus hermanos de la vieja España y parecen de la misma notable unión de dos cualidades opuestas pero no incompatibles, la indolencia y la templanza. Las damas son generalmente afables y atentas, sumamente aficionadas a ataviarse, muy limpias y aseadas en sus personas. Adoptan en el hogar vestimentas inglesas pero cuando salen visten de negro, siempre cubiertas de un largo velo o mantilla. Cuando van a misa invariablemente lo hacen con vestidos de seda negra, ribeteados. Deleitan con su conversación, que se distingue por su vivacidad, y son muy corteses con los extranjeros." 

Amables recuerdos tiene para una de las mujeres montevideanas -Maria de Parides- un soldado del Regimiento 719 de Glasgow, quien después de la toma de la ciudad permanece en ésta durante siete meses. Precisamente en casa de dicha joven viuda -cuyo esposo fue muerto en el primer ataque a la plaza- y de su anciano padre, fue alojado este autor anónimo cuyo libro fue reeditado en el mismo año de su primera impresión: 1819. "Era de talla pequeña pero de elegante aspecto. Era muy morena, como las demás mujeres del país; sus brillantes ojos eran negros como el azabache y sus dientes blancos y parejos. Cuando se engalanaba llevaba su propio pelo -que era muy largo y de un negro lustroso-- en trenzas que le caían a lo largo de la espalda, a la usanza del país. Su traje era sumamente sencillo: un negro velo cubría su cabeza y su mantilla se anudaba, de la manera más graciosa, debajo del mentón. Así era el atavío general de todas las mujeres: la única diferencia consistía en el color de sus mantillas y de su calzado..." Muy intensos deben de haber sido los sentimientos que le inspirara Maria de Parides, o quizá Paredes, a este soldado inglés, pues es el único viajero en todo el siglo XIX que desestima, como ya dijimos, la reconocida belleza de las demás representantes del sexo femenino: "Las mujeres nativas era las menos graciosas que jamás hubiera yo contemplado. Tienen anchas narices, labios gruesos, y son de muy pequeña estatura. Su cabello, que es largo, negro y áspero al tacto, lo llevan rizado y levantado sobre la frente de' la manera más horrible, mientras cae por detrás de sus espaldas hasta más abajo de la cintura. Cuando se engalanan, entrelazan en él plumas y flores y se pasean en la plena ostentación de su fealdad." Agrega que su pollera era corta y angosta, permitiendo ver bien los tobillos; sólo un abanico protege sus rostros de los ardores del sol; nunca salen sin ir acompañadas por sus esclavas, y cuando van a misa, éstas llevan el libro y una alfombrita para que su señora se arrodille, pues no hay asientos en la iglesia". "