martes, 12 de agosto de 2025

El zambulidor anécdota II

 La luna seguro sigue sin aparecer sobre los techos. Siento un golpe seco, a modera quebrada por el viento. Abro despacio los ojos, todavía temblando. Veo al tío Amado en el piso, boca abajo, sacudido por una convulsión violenta, las piernas agarrotadas, el cuerpo fuera de sí, como si estuviera recibiendo una

descarga eléctrica. Tiene los ojos muy blancos, el rostro amoratado, la lengua trancando el aire de la garganta, esa aureola rota de los ahogados.

 

Luego de la sorpresa, mi padre reacciona. Ya está en el suelo, le hace girar el torso con sus manos grandes de apretar tuercas bajo el agua. Busca volver la lengua a su lugar. Se desespera. La mandíbula de Amado es una roca. Marcos está paralizado en un rincón. Mi madre llora abrazada a la Rosa que volvió. Afuera, los perros quieren romper las cadenas.

 

Después de aplicar toda su fuerza, exhausto y con los dedos sangrantes, mi padre logra dominar la situación, el cuerpo va cediendo lentamente hasta quedar sereno, reposando sobre el piso frío que hace un rato lo había visto enloquecer. Poco a poco todo va volviendo a su lugar. El mantel, los rostros, las flores. Si no fuera por los pedazos de cerámica que se juntan con escoba de patio nadie diría que allí acaba de pasar una tormenta.

 

Tardé hasta muy entrada la noche en comprender el acto de amor que había sucedido frente a mis ojos cerrados. El tío Amado, entre mi padre y yo, para evitar el golpe. El tío Amado en el suelo, sacudido por las convulsiones, por dejarme a salvo del dolor o la tragedia.

 

Pocas veces en la vida me sentí tan verdadero. De pronto descubrí que ya no estaba solo.

 

                                        El zambullidor de 

lunes, 11 de agosto de 2025

Versos luminosos de Isaac Asimov

VERSOS LUMINOSOS

   De todas las personas del mundo, la última a quien nadie habría creído capaz de cometer un asesinato era la señora Avis Lardner. Viuda del gran astronauta mártir, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, todo el mundo estaba de acuerdo en ello, artista genial. Pero sobre todo era el ser humano más dulce y bondadoso que se pudiera imaginar.
  Como todos recordamos, su marido, William J. Lardner, murió por efecto de la radiación de una erupción solar, después de haberse quedado deliberadamente en el espacio para que una nave de viajeros pudiera llegar sin contratiempo a la Estación Espacial 5.
La hazaña de su difunto esposo le había valido a la señora Lardner una generosa pensión, que ella invirtió con acierto y prudencia. Ya en plena edad madura, era una mujer rica.
  Su casa era una vitrina, un verdadero museo, que sólo contenía colecciones extremadamente selectas de objetos extraordinariamente hermosos, adornados con joyas. Procedentes de una docena de culturas distintas, había conseguido reliquias de casi todos los artefactos imaginables que se pudieran incrustar de joyas y destinar al servicio de la aristocracia de la cultura en cuestión. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera recamados de joyas fabricados en América, un puñal enjoyado de Camboya, unas gafas incrustadas de joyas de Italia, y un largo etcétera, casi interminable.
  Todo estaba a la vista para que lo inspeccionara quien quisiese. Los objetos no estaban asegurados, ni había medidas especiales de seguridad. No se precisaba ninguna de las precauciones habituales, porque la señora Lardner tenía un elevado número de robots, y se podía confiar plenamente en que cada uno de ellos guardaría aquellos objetos con imperturbable concentración, honradez irreprochable y eficiencia inquebrantable.
  Todo el mundo conocía la existencia de tales robots, y no se tiene noticia de ningún intento de robo.
  Luego, por supuesto, venían sus «esculturas de luz». Ninguno de los invitados a sus muchas fiestas y recepciones podía imaginar cómo hubiera descubierto la señora Lardner su genio para el arte. En todas las ocasiones, sin embargo, en que su casa abría las puertas de par en par para recibir invitados, brillaba por las habitaciones una nueva sinfonía de luz; curvas tridimensionales y sólidos de colores diluidos, unos puros y otros fundiéndose en pasmosos efectos cristalinos que llenaban de admiración a los invitados y, fuese como fuere, siempre modificándose de forma que el cabello, blanco azulado, de la señora Lardner y su rostro, sin arrugas, adquiriese una dulce belleza.
  Los invitados venían por las «esculturas de luz» más que por ninguna otra cosa. Nunca se vio dos veces la misma, ni apareció nunca ninguna que no explorase nuevos caminos experimentales del arte. Muchas personas podían tener consolas de luz por diversión; pero ninguna podía aproximarse siquiera a la pericia de la señora Lardner. Ni aún aquellos que se consideraban artistas profesionales.
  La misma señora Lardner hacía gala de una deliciosa modestia sobre este asunto.
  — No, no -solía decir cuando alguien se derretía en lirismos-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Eso es demasiado generoso. Todo lo más que diría es que son «light verse». -Y todo el mundo celebraba con una sonrisa el fino ingenio encerrado en la conjunción de estas dos palabras que generalmente significarían «versos ligeros», pero que también podían significar «versos luminosos».
  Aunque se lo pedían con gran frecuencia, nunca quería crear «esculturas de luz», sino en las fiestas que daba en su casa.
  — Lo otro sería comercializar el arte -decía.
  Sin embargo, no tenía inconveniente en preparar complicados hologramas de sus esculturas a fin de hacerlas perdurables y de que se pudieran reproducir en los museos de arte de todo el universo. Tampoco cobraba nada por el uso que se pudiera hacer, fuera cual fuese, de sus esculturas de luz.
  — No podría pedir ni un céntimo -decía, abriendo los brazos de par en par-. Están a disposición de todos, gratis. Al fin y al cabo, a mí luego no me sirven de nada.
¡Era cierto! Nunca utilizaba dos veces una misma escultura de luz.
Cuando se tomaban los hologramas, solía colaborar personalmente. Observando con ojo benigno cada uno de los pasos, estaba siempre a punto para ordenar a sus criados robots que ayudaran.
Por favor, Courtney -solía decir-, ¿tendría la bondad de disponer convenientemente esa escalerilla?
Era su estilo. Siempre se dirigía a sus robots con la más depurada cortesía.
En una ocasión, años atrás, un funcionario del gobierno de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos le había reprochado:
No puede hacerse así -le dijo muy serio-. La eficiencia de esas máquinas sale perjudicada. Han sido construidas para obedecer órdenes, y cuanto más claras sean, con mayor eficacia las cumplirán. Si se les pide algo con alambicada cortesía, les cuesta comprender que se trate de una orden, y reaccionan más despacio.
Pero la señora Lardner levantó su aristocrática cabeza y dijo:
Yo no pido ni rapidez ni eficiencia. Pido buena voluntad. Mis robots me adoran.
El funcionario del gobierno le habría podido explicar que los robots no pueden amar ni adorar; pero quedó cohibido bajo la mirada ofendida, aunque dulce, de la dama.
Era bien sabido que la señora Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para que lo revisaran. Los cerebros positrónicos que llevan estos aparatos son complicadisimos, y en un caso de cada diez, aproximadamente, no están perfectamente ajustados cuando salen de la fábrica. A veces el defecto no se nota hasta al cabo de un tiempo; pero siempre que se note, la razón social «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.» los repara gratuitamente.
La señora Lardner movía la cabeza negativamente.
Cuando un robot está ya en mi casa -decía-, y cumple con sus obligaciones, las pequeñas excentricidades que tenga se le toleran. No quiero que se les trate desconsideradamente.
Lo peor que se podía hacer era probar de explicarle que un robot no era más que una máquina. En tales casos, replicaba muy secamente:
Ningún ser tan inteligente como un robot puede ser solamente una máquina. Yo los trato como a personas.
¡Y no había más que hablar!
Conservaba incluso a Max, a pesar de que estaba casi inservible. Apenas entendía lo que le ordenaban. Pero la señora Lardner negaba con denuedo tal afirmación.
De ningún modo -decía con voz firme-. Coge sombreros y abrigos y los almacena perfectamente. Me sostiene objetos. Sabe hacer muchas cosas.
Pero ¿por qué no lo haces reparar? -le preguntó un día un amigo.
Ah, no podría. Él es así. Y es un encanto, ¿sabes? Al fin y al cabo, un cerebro positrónico es tan complejo que nadie puede asegurar en qué anda fuera de quicio, exactamente. Si hicieran a Max perfectamente normal, no habría manera de devolverle el encanto que ahora posee. No, no renunciaré a semejante hechizo.
Pero si no está bien centrado -decía el amigo, mirando nervioso al robot-, ¿no podría resultar peligroso?
Jamás -negó la señora Lardner con una carcajada-. Hace años que lo tengo. Es completamente inofensivo y una auténtica preciosidad.
Lo cierto era que Max tenía la misma figura que los otros robots: lisa, metálica, vagamente humana, pero inexpresiva.
No obstante, para la dulce señora Lardner, todos eran personas, todos eran un encanto, todos eran adorables. Ella tenía este carácter, esta personalidad.
  ¿Cómo pudo perpetrar un asesinato?

  La última persona del mundo que uno habría creído pudiera morir asesinada era John Semper Travis. Introvertido y amable, vivía en este mundo, pero no pertenecía a él. Poseía una mente con esa gracia especial para las matemática que le permitía deshacer la complicada urdimbre de la miríada de sendas positrónicas de la mente de un robot.
Era ingeniero jefe de «U.S. Robots & Mechanical Men, Inc.»
Y era además aficionado entusiasta a las «esculturas de luz». Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que la clase de matemática que empleaba al elaborar sendas cerebrales positrónicas se podían transformar en guías para la producción de esculturas de luz estéticas.
  Sin embargo, el intento de pasar de la teoría a la práctica resultó un lamentable fracaso. Las esculturas que producía siguiendo sus principios matemáticos salían pesadas, mecánicas, nada interesantes.
  Era el único motivo de pena que podía encontrarse en su sosegada existencia, introvertida, segura; y sin embargo, era motivo bastante para que se sintiera muy desdichado. Sabía que sus teorías eran ciertas, y sin embargo, no lograba ponerlas en práctica. Si pudiera producir al menos una gran muestra de escultura de luz... conocía las de la señora Lardner.
  Todo el mundo la aplaudía como a un genio, y sin embargo, Travis sabía que era incapaz de comprender hasta los aspectos más sencillos de la matemática robóticas. Había sostenido correspondencia con ella; pero la señora Lardner se había negado siempre a explicar qué métodos seguía, y él llegó a preguntarse si seguía alguno realmente. ¿No podía tratarse de simple intuición...? Pero hasta la intuición se podía reducir a fórmulas matemáticas. Por fin logró que le invitase a una de las fiestas que daba. Sencillamente, tenía que ver a aquella mujer.

Travis llegó más bien tarde. Había llevado a cabo una última tentativa por realizar una escultura de luz y había fracasado lamentablemente.
  Travis saludó a la señora Lardner con una especie de respeto maravillado y dijo:
El robot que me ha cogido el sombrero y el abrigo era muy singular.
Ese es Max -dijo la señora Lardner.
Está muy mal acoplado y es un modelo bastante antiguo. ¿Cómo es que no lo devolvió a la fábrica?
Oh, no -exclamó la señora Lardner-. Sería demasiada molestia.
Ninguna en absoluto, señora Lardner -replicó Travis-. Le maravillaría la sencillez con que harían la tarea. Pero como yo pertenezco a «U. S. Robots» me he tomado la libertad de revisarlo. Lo hice en un momento, y usted verá que ahora está en perfectas condiciones de funcionamiento.
En el semblante de la señora Lardner se produjo un cambio extraño. El furor halló sitio en él, por primera vez en su dulce vida, y fue como si los rasgos fisonómicos no supieran cómo debían ordenarse.
¿Lo ha repasado? -gritó en un alarido-. ¡Si era él quien creaba mis esculturas de luz! Era el mal acoplamiento, que ya no se podrá reproducir nunca más, lo que..., lo que...
Fue realmente una desgracia que hubiera estado mostrando, hacía unos instantes, su colección, y que el puñal incrustado de joyas de Camboya se hallara sobre la mesita de mármol, delante de ella.
También Travis tenía el semblante terriblemente alterado.
¿Quiere decir que si yo hubiera estudiado sus pistas cerebrales, afectadas de un mal acoplamiento singular, único, habría podido aprender...?
La señora Lardner se abalanzó con un impulso demasiado repentino para que nadie pudiera contenerla, y el hombre no intentó siquiera esquivar el golpe. Algunos dijeron que hasta fue a su encuentro... como si quisiera morir.











 

A        Actividades

1.   Buscar en el diccionario las siguientes palabras: recamados, urdimbre, miríadas,furor.

2.     “— Lo otro sería comercializar el arte -decía”. ¿ Qué personaje es el que está interviniendo en este enunciado? 

 

 

3.   ¿Quién dijo lo que aparece resaltado en negrita? 

4.   ¿Qué información te brinda el enunciado resaltado en rojo? 

¿Cómo formulamos el enunciado anterior con una expresión sinonímica? 

5.   ¿Cuál es la creación de la protagonista? 

¿Cómo los denomina y por qué? 

6.   Arma sintagmas nominales a partir de las siguientes palabras: 

 

Robot 

 

Luz 

 

Lardner

 

 

7.   Transforma el discurso indirecto subrayado en discurso directo. 

8.   Localiza en el texto pasajes en los cuales encontramos descripciones. 

9.   ¿Qué te  transmite como reflexión final la lectura del  texto?  





El verano del cohete de Ray Bradbury

 

Enero de 1999 

ENERO DE 1999: EL VERANO DEL COHETE 

      Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, los carámbanos bordeaban los techos, los niños esquiaban en las pendientes; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros. 

   Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de lana; las mujeres guardaron en los armarios los disfraces de oso; la nieve se derritió, descubriendo los antiguos y verdes prados del último verano.

    El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida. 

   El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. 

   El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete transformaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la tierra... 

 

Actividades

1.    Eres un habitante de Ohio, envía una carta a un amigo contándole lo que está pasando en tu ciudad. Respeta la estructura de la carta informal.

2.    a) Estudia sintácticamente el siguiente enunciado:

La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida.

             b) Sustituye “que venía de los cielos” por un adjetivo que mantenga el mismo sentido que en el sintagma original.

3.    Pon dos ejemplos de lenguaje figurado, explica qué artilugio lingüístico está presente en cada uno.

4.    Menciona los cambios que viven los pobladores con la caída del cohete.

5.    Estudia sintácticamente los siguientes enunciados:

"Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas."

"El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes."

"El cohete transformaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la tierra... "


domingo, 10 de agosto de 2025

Sufragio universal de Isaac Asimov

 SUFRAGIO UNIVERSAL 

Linda, que tenía diez años, era el único miembro de la familia que parecía disfrutar al levantarse. Norman Muller podía oírla ahora a través de su propio coma drogado y malsano. Finalmente había logrado dormirse una hora antes, pero con un sueño más semejante al agotamiento que al verdadero sueño. 

La pequeña estaba ahora al lado de su cama, sacudiéndole.

 —¡Papaíto! ¡Papaíto, despierta! ¡Despierta!

 —Está bien, Linda —dijo. 

—¡Pero papaíto, hay más policías por ahí que nunca! ¡Con coches y todo! 

Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista nublada, ayudándose con los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se abría paso desganadamente, como germen de un miserable gris..., tan miserablemente gris como él se sentía. Oyó la voz de Sarah, su mujer, que se ajetreaba en la cocina preparando el desayuno. Su suegro, Matthew, carraspeaba con estrépito en el cuarto de baño. 

Sin duda, el agente Handley estaba listo y esperándole. Había llegado el día. ¡El día de las elecciones! Para empezar, había sido un año igual a cualquier otro. Acaso un poco peor, puesto que se trataba de un año presidencial, pero no peor en definitiva que otros años presidenciales. Los políticos hablaban del electorado y del vasto cerebro electrónico que tenían a su servicio. La prensa analizaba la situación mediante ordenadores industriales (el New York Times y el Post-Dispatch de San Luis poseían cada uno el suyo propio) y aparecían repletos de pequeños indicios sobre lo que iban a ser los días venideros. Comentadores y articulistas ponían de relieve la situación crucial, en feliz contradicción mutua.

 La primera sospecha de que las cosas no ocurrirían como en años anteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller dijo a su marido en la noche del 4 de octubre (un mes antes del día de las elecciones): —Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo este año. Y ya es el cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro estado. Matthew Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás del periódico que estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y gruñó:

 —A esos tipos les pagan por decir mentiras. No les escuches. 

—Pero ya son cuatro, padre —insistió Sarah con mansedumbre—. 

Y todos dicen que Indiana. —Indiana es un estado clave, Matthew —apoyó Norman, tan mansamente como su mujer—, a causa del Acta Hawkins-Smith y todo ese embrollo de Indianápolis.

 Es... El arrugado rostro de Matthew se contrajo de manera alarmante. Carraspeó: 

—Nadie habla de Bloomington o del condado de Monroe, ¿no es eso? 

—Pues... —empezó Norman. Linda, cuya carita de puntiaguda barbilla había estado girando de uno a otro interlocutor, le interrumpió vivamente: 

—¿Vas a votar este año, papi? Norman sonrió con afabilidad y respondió:

 —No creo, cariño. Mas ello acontecía en la creciente excitación del mes de octubre de un año de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado una vida tranquila, animada por sueños respecto a sus familiares. 

Dijo con anhelante vehemencia: —¿No sería magnífico? 

—¿Que yo votase? Norman Muller lucía un pequeño bigote rubio, que le había prestado un aire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al ir encaneciendo poco a poco, había derivado en una simple falta de distinción. Su frente estaba surcada por líneas profundas, nacidas de la inseguridad, y en general su alma de empleado nunca se había sentido seducida por el pensamiento de haber nacido grande o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia. Tenía mujer, un trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinarios de júbilo o depresión, se inclinaba a considerar su situación como un inadecuado pacto concertado con la vida. Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante intranquilo ante la dirección que tomaban los pensamientos de su mujer. 

—Realmente, querida —dijo—, hay doscientos millones de seres en el país, y en lances como éste creo que no deberíamos desperdiciar nuestro tiempo haciendo cábalas sobre el particular. 

—Mira, Norman —respondió su mujer—, no son doscientos millones, lo sabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los varones entre los veinte y los sesenta años, por lo cual la probabilidad se reduce a uno por cincuenta millones.

 Por otra parte, si realmente es Indiana... —Entonces será poco más o menos de uno por millón y cuarto. No apostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es así? Anda, vamos a cenar. 

Matthew murmuró tras su periódico: —¡Malditas estupideces! 

Linda volvió a preguntar: —¿Vas a votar este año, papi? Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al comedor. Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah había aumentado considerablemente. A la hora del café, anunció que la señora Schultz, que tenía un primo secretario de un miembro de la asamblea, le había contado que «todo el papel» estaba por Indiana. 

—Dijo que el presidente Villers pronunciaría incluso un discurso en Indianápolis. 

Norman Muller, que había soportado un día de mucho trajín en el almacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de cejas. —Si Villers pronuncia un discurso en Indiana —dijo Matthew Hortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington—, eso significa que piensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de bellota ése no tendría redaños para ir más allá.

 Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le resultaba decentemente posible, se lamentó: —No sé por qué no anuncian el estado tan pronto como pueden, y luego el condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuese quedando eliminada descansaría tranquila.

 —Si hicieran algo por el estilo —opinó Norman—, los políticos seguirían como buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a un municipio, habría un congresista o dos en cada esquina. 

Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su cabello ralo y gris. —Son buitres de todos modos. Escuchad... 

—Vamos, padre... —murmuró Sarah.

 La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su protesta: —Mirad, yo andaba por allí cuando entronizaron a Multivac. Él terminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero electoral despilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie introducido a presión y a bombo y platillo de publicidad en el Congreso o la Casa Blanca. ¿Y qué sucede? Pues que hay más campaña que nunca, sólo que ahora la hacen en secreto. Envían tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith y otros a California para el caso de que la situación de Joe Hammer se convierta en crucial. Lo que yo digo es que se han de eliminar todas esas insensateces. ¡Hay que volver al bueno y viejo...!

 Linda preguntó de súbito: —¿No quieres que papi vote este año, abuelito?

 Matthew miró a la chiquilla. —No lo entenderías.

 —Se volvió a Norman y Sarah—. En un tiempo, yo voté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba mi papeleta y votaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme: ese tipo es mi hombre y voto por él. Así debería ser. 

Linda dijo, llena de excitación: —¿Votaste, abuelo? ¿Lo hiciste de verdad? Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando de paliar lo que muy bien podía convertirse en una historia incongruente, trascendiendo al vecindario.

 —No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir realmente votar. Todo el mundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo era niño, y también él, pero no se trataba realmente de votar. 

Matthew rugió: —No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós años, y voté por Langley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase mucho, pero era tan bueno como el de cualquiera. Como el de cualquiera —recalcó—. Y sin ningún Multivac para...

 Norman intervino entonces: —Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja de hacer preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo comprenderás todo. La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso en marcha, renuente, bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor desde la cama hasta las nueve y cuarto, si se prestaba primero al ritual del baño.

 —Abuelito —dijo Linda. Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las manos a la espalda, hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las espesas cejas y unos ojos anidados entre finas arrugas. Era el viernes 31 de octubre. Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre una de las rodillas del viejo, de manera que éste tuvo que dejar a un lado el periódico. 

—Abuelito —volvió a la carga la pequeña—, ¿de verdad que votaste alguna vez?

 —Ya me oíste decir que sí, ¿no es cierto? ¿No irás a creer que cuento bolas? 

—Nooo... Pero mamá dice que todo el mundo votaba entonces. 

—Pues claro que lo hacían.

 —¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el mundo? 

Matthew miró gravemente a su nieta y luego la alzó, sentándola sobre sus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz, dijo: 

—Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo el mundo votaba. Pongamos que deseábamos decidir quién había de ser el nuevo presidente de los Estados Unidos... Demócratas y republicanos nombraban a su respectivo candidato, y cada uno decía cuál de los dos quería. Una vez pasado el día de las elecciones, se hacía el recuento de votos de las personas que deseaban al candidato demócrata y las que deseaban al republicano. Y el que había recibido más votos se llevaba la palma. ¿Lo ves? Linda asintió.

 —¿Cómo sabía la gente por quién votar? —preguntó—. ¿Se lo decía Multivac? 

Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto severo.

 —Se basaban tan sólo en su propio criterio, pequeña. La niña se apartó un tanto del viejo, y éste volvió a bajar la voz: —No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a veces llevaba toda la noche contar..., sí, hacer el recuento de lo que opinaban unos y otros, a quién habían votado. Todo el mundo se impacientaba. Por ello se inventaron máquinas especiales, capaces de comparar los primeros votos con los de los mismos lugares en años anteriores. De esta manera, la máquina preveía cómo se presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Lo entiendes?

 —Como Multivac —asintió ella. 

—Los primeros ordenadores eran mucho más pequeños que Multivac. Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al mismo tiempo, iban siendo capaces de indicar cómo iría la elección a partir de menos y menos votos. Por fin, construyeron Multivac, que puede preverlo a partir de un solo votante. 

Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la historia y exclamó: —¡Qué bonito! 

Matthew frunció de nuevo el entrecejo. —No, no tiene nada de bonito. No quiero que una máquina decida lo que yo hubiera votado sólo porque un chunguista de Milwaukee dice que está en contra de que se suban las tarifas. A mí tal vez me hubiese dado por votar a ciegas sólo por gusto. O acaso me hubiese negado a votar en absoluto. Y tal vez... 

Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se batía en retirada. En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba aún puesto el abrigo. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.

 —Apártate un poco, Linda —ordenó, jadeante aún—. No me cierres el paso. 

Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el sombrero y se alisaba el pelo: —Vengo de casa de Agatha. Matthew miró a su hija con aire desaprobador y, desdeñando la información, se limitó a gruñir y recoger el periódico. Sarah se desabrochó el abrigo y continuó:

 —¿A que no sabes lo que me ha dicho? Matthew alisó el periódico con un crujido, para proseguir la lectura interrumpida por su nieta.

 —Ni lo sé ni me importa. —¡Vamos, padre...! 

Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba comunicar a alguien las noticias, y Matthew era el único receptor a mano a quien confiarlas. 

—Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y dice que anoche llegó a Bloomington todo un cargamento de agentes de la secreta. 

—No creo que anden tras de mí. 

—¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la secreta... Y casi ha llegado el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!

 —Acaso anden en busca de algún ladrón de bancos.

 —No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad hace muchos años... ¡Padre, eres imposible! Y Sarah abandonó la habitación. Tampoco Norman Muller recibió las noticias con mayor excitación, al menos perceptible. 

—Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de Agatha, que se trataba de agentes de la secreta? —preguntó con calma—. No creo que anduviesen por ahí con el carnet pegado en la frente. 

Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre tenía un día, Sarah anunció triunfalmente: —Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad el votante. Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio. Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y su corazón desfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de Multivac, ello supondría periodistas, espectaculares transmisiones por video, turistas y toda clase de..., de perturbaciones. 

Norman apreciaba la tranquila rutina de su vida, y la distante y alborotada agitación de los políticos se estaba aproximando de un modo que resultaba incómodo.

 —Un simple rumor —rechazó—. Nada más.

 —Pues espera y verás. No tienes más que esperar. Según se desarrollaron las cosas, el compás de espera fue extraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con insistencia. Cuando Norman Muller la abrió, se vio frente a un hombre de elevada estatura y rostro grave.

 —¿Qué desea? —preguntó Norman. 

—¿Es usted Norman Muller? 

—Sí. Su voz sonó singularmente opaca. No resultaba difícil averiguar, por el porte del desconocido, que representaba a la autoridad. Y la naturaleza de su súbita visita era tan manifiesta como inimaginable le pareciese hasta unos momentos antes. El hombre mostró su documentación, penetró en la casa, cerró la puerta tras de sí y dijo con acento oficial: 

—Señor Norman Muller, en nombre del presidente de los Estados Unidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted elegido para representar al electorado norteamericano el martes día 4 de noviembre del año 2008. Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar sin ayuda hasta su butaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin sentido, mientras Sarah traía agua, le frotaba asustada las manos y le cuchicheaba apretando los dientes:

 —No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a otro... Cuando por fin logró recuperar el uso de la palabra, Norman murmuró a su vez:

 —Lo siento, señor. —¡Bah! No tiene importancia —le tranquilizó el visitante. Todo rastro de formalidad oficial parecía haberse desvanecido tras la notificación, dejando sólo un hombre abierto y más bien amistoso—. 

Es la sexta vez que me corresponde comunicarlo al interesado y he visto toda clase de reacciones. Ninguna de ellas se ajustó a la que vieron en el video. Saben a lo que me refiero, ¿verdad? Un aire de consagración y entrega, y un personaje que dice: «Será para mí un gran privilegio servir a mi país...» Toda esa serie de cosas... El agente rió para alentarles. La risa con que Sarah le acompañó tuvo un acento de aguda histeria.

 El agente prosiguió: —Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi nombre es Phil Handley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no podrá abandonar la casa hasta el día de las elecciones. Usted, señora, informará al almacén de que su marido está enfermo. Puede salir a hacer la compra, pero habrá de despacharla con la mayor brevedad posible. Y desde luego, guardará una absoluta reserva sobre el particular. ¿De acuerdo, señora Muller? 

—Sí, señor. Ni una palabra —confirmó Sarah, con un vigoroso asentimiento de cabeza. —Perfecto, señora Muller. —Handley adoptó un tono muy grave al añadir—: Tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo tanto, salga sólo en caso de que le sea absolutamente preciso y, cuando lo haga, la seguirán. Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.

 —¿Seguirme? 

—Nadie lo advertirá... No se preocupe. Y será sólo durante un par de días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En cuanto a su hija... 

—Está en la cama —se apresuró a decir Sarah.

 —Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de la familia. Si descubre la verdad, habrá de permanecer encerrada en casa. Y en todo caso, su padre será mejor que no salga.

 —No le gustará nada —dudó Sarah. 

—No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie más vive con ustedes... 

—Al parecer, está muy bien informado sobre nosotros —murmuró Norman. 

—Bastante —convino Handley—. 

De todos modos, éstas son por el momento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la medida de lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará mi mantenimiento, así que no supondré ningún gasto para ustedes. Cada noche, seré relevado por alguien que se instalará en esta habitación. No habrá problemas de acomodo para dormir. 

Y ahora, señor Muller...

 —¿Sí, señor? 

—Llámeme Phil —repitió el agente—. Estos dos días preliminares antes del anuncio formal servirán para que se acostumbre a ver su posición. Preferimos que se enfrente a Multivac en un estado mental lo más normal posible. Descanse tranquilo e intente tomarse todo esto como si se tratase de su trabajo diario. ¿De acuerdo? 

—De acuerdo —respondió Norman. De pronto, denegó violentamente con la cabeza—. ¡Pero yo no deseo esa responsabilidad! ¿Por qué yo? 

—Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda clase de factores conocidos, billones de ellos. Pero existe un factor desconocido, y creo que seguirá siéndolo por mucho tiempo. Dicho factor es el módulo de reacción de la mente humana. Todos los norteamericanos están sometidos a la presión moldeadora de lo que los otros norteamericanos hacen y dicen, de las cosas que a él se le hacen y de las que él hace a los demás. Cualquier norteamericano puede ser llevado ante Multivac para determinar la tendencia de todas las demás mentes del país. En un momento dado, algunos norteamericanos resultan mejores que otros a tal fin. Eso depende de los acontecimientos del año. Multivac le seleccionó a usted como al más representativo del actual. No el más despejado, ni el más fuerte, ni el más dichoso, sino el más representativo. Y no vamos a dudar de Multivac, ¿no es así? 

—¿Y no podría equivocarse? —preguntó Norman. 

Sarah, que escuchaba impaciente, le interrumpió: —No le haga caso, señor. Está nervioso... En realidad, es muy instruido y ha seguido siempre las cuestiones políticas de cerca. —Multivac toma las decisiones, señora Muller —respondió Handley—. Y él eligió a su esposo. 

—¿Pero seguro que lo sabe todo? —insistió Norman tercamente—. ¿No podría haber cometido un error? —Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En 1993, el votante seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante fijado para notificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era imposible. Un votante puede ser mentalmente inestable, moralmente improcedente, incluso desleal. Multivac no puede conocerlo todo sobre todos, si no se le proporcionan los datos. Por eso, siempre se seleccionan algunos candidatos más. No creo que tengamos que recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión. Usted está en buen estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado a fondo. Sirve. Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó inmóvil. 

—Mañana por la mañana se encontrará perfectamente bien —intervino Sarah—. Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo. 

—Desde luego —asintió Handley. En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se expresó de distinta y más enérgica manera. El estribillo de su perorata era el siguiente: 

—Compórtate como es debido, Norman. Parece como si intentaras lanzar por la borda la suerte de tu vida. 

Norman musitó desesperado: 

—Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto... 

—¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa has de hacer más que responder a una o dos preguntas? 

—Demasiada responsabilidad. Me abruma. 

—¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac te seleccionó, ¿no? Pues a él le corresponde la responsabilidad. Todo el mundo lo sabe. 

Norman se incorporó, quedando sentado en la cama, en súbito arranque de rebeldía y angustia. 

—Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo saben. Ellos... 

—Baja la voz —siseó Sarah en tono glacial—. Van a oírte hasta en la ciudad. 

—No me oirán —replicó Norman, pero bajó en efecto la voz hasta convertirla en un cuchicheo—. Cuando se habla de la Administración Ridgely de 1988, ¿dice alguien que ganó con promesas fantásticas y demagogia racista? ¡Qué va! Se habla del «maldito voto MacComben», como si Humphrey MacComben fuese el único responsable por las respuestas que dio a Multivac. Yo mismo he caído en eso... En cambio, ahora pienso que el pobre tipo no era sino un pequeño granjero que nunca pidió que le eligieran. ¿Por qué echarle la culpa? Y ya ves, ahora su nombre está maldito... 

—Te portas como un niño —le reprochó Sarah. 

—No, me porto como una persona sensible. Te lo digo, Sarah, no aceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré que estoy enfermo. Diré...

 Pero Sarah ya tenía bastante. —Ahora, escúchame —masculló con fría cólera—. No eres tú el único afectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de un año presidencial para colmo. Significa publicidad, y fama, y posiblemente montones de dinero... 

—Y luego volver a la oficina.

 —No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de departamento por lo menos..., siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás, porque yo te diré lo que has de hacer. Si juegas bien las cartas, controlarás esa clase de publicidad y obligarás a los Almacenes Kennell a un contrato en firme, a una cláusula concediéndote un salario progresivo y a que te aseguren una pensión decente. 

—Pero ése no es exactamente el objetivo de un votante, Sarah. 

—Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a hacer nada ni por ti ni por mí, y conste que no pido nada para mí, piensa en Linda. Se lo debes. 

Norman exhaló un gemido.

 —Bien, ¿estás de acuerdo? —le atosigó Sarah. 

—Sí, querida —murmuró Norman.

 El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A partir de entonces, Norman no se encontraba ya en situación de retirarse, aun en el caso de reunir el valor necesario para intentarlo. Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto hicieron su aparición en el exterior, bloqueando todo acceso. Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue Phil Handley quien respondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de excusa. Al fin, la central pasó todas las llamadas al puesto de policía. Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo las alborozadas (y envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la pesada insistencia de los vendedores que husmeaban una perspectiva y la artera afabilidad de los políticos de toda la nación... Quizás hasta las amenazas de muerte de los inevitables descontentos. Se prohibió que entrasen periódicos en la casa, a fin de mantenerle al margen de cualquier presión, y se desconectó amable pero firmemente la televisión, a pesar de las indignadas protestas de Linda. Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda, pasada la primera racha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no le permitían salir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la preparación de las comidas para el presente y el establecimiento de planes para el futuro, en tanto que la depresión de Norman seguía alimentándose a sí misma. Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008 llegó por fin. Era el día de las elecciones. El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió Norman Muller, y aun él de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron devolverle a la realidad, ni desvanecen su convicción de que estaba tan sucio por fuera como sucio se sentía por dentro. La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para infundir cierta normalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción meteorológica había señalado un día nuboso, con perspectivas de lluvia antes del mediodía. 

—Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del señor Muller. Después, dejaremos de estar colgados de su cuello. El agente del servicio secreto vestía ahora su uniforme completo, incluidas las armas en sus pistoleras, abundantemente tachonadas de cobre. 

—No nos ha causado molestia alguna, señor Handley —dijo Sarah con bobalicona sonrisa. 

Norman se echó al coleto dos tazas de café bien cargado, se secó los labios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido: 

—Estoy dispuesto... Handley se levantó a su vez. 

—Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su amable hospitalidad. El coche blindado atravesó con un ronquido las calles vacías. Siempre lo estaban aquel día, a aquella hora determinada. 

Handley dio una explicación al respecto: 

—Desvían siempre el tráfico desde el atentado que por poco impide la elección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas. Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a descender por el siempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje subterráneo, junto a cuyas paredes se alineaban soldados en posición de firmes. Le condujeron a una estancia brillantemente iluminada. Tres hombres uniformados de blanco le saludaron sonrientes. 

—¡Pero esto es un hospital! —exclamó Norman.

 —No tiene importancia alguna —replicó al instante Handley—. Se debe sólo a que el hospital dispone de las comodidades necesarias... 

—Bien, ¿y qué he de hacer yo? 

Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres hombres vestidos de blanco se adelantó. 

—Yo me encargaré de él a partir de ahora, agente. Handley saludó con desenvoltura y abandonó la habitación. 

El hombre de blanco dijo: 

—¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John Paulson, calculador jefe. Le presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis ayudantes. Norman estrechó envaradamente las manos de todos. Paulson era hombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa, y un evidente tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo anticuado. Mientras hablaba, encendió un cigarrillo.

 Norman rehusó el que le fue ofrecido. 

—En primer lugar, señor Muller —dijo Paulson—, deseo que sepa que no tenemos prisa alguna. En caso necesario, permanecerá con nosotros todo el día, para que se acostumbre al ambiente y descarte la idea de que se trata de algo insólito, para que olvide su aspecto... clínico. Creo que sabe a qué me refiero.

 —Sí, desde luego —contestó Norman—. Pero me gustaría que todo hubiese terminado ya. 

—Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos exponerle con exactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac no está aquí. 

—¿Que no está? Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver a Multivac, del que se decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que tenía una altura equivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos recorrían sin cesar los corredores interiores de su estructura. Una de las maravillas del mundo. Paulson sonrió.

 —En efecto, no es portátil —confirmó—. De hecho, se encuentra emplazado en un subterráneo, y pocos son los que conocen el lugar preciso. Muy lógico, ¿verdad?, ya que supone nuestro supremo recurso natural. Créame, las elecciones no constituyen su única función. 

Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba deliberadamente parlanchín, pero de todos modos se sentía intrigado. 

—Me gustaría verlo... 

—No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden presidencial, refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo, nos mantenemos en conexión con Multivac por transmisión de ondas. Cuanto él diga puede ser interpretado aquí, y cuanto nosotros digamos le será transmitido. Así que, en cierto sentido, nos hallamos en su presencia. 

Norman miró a su alrededor. Las máquinas y aparatos que había en la estancia carecían de significado para él.

 —Permítame que se lo explique, señor Muller —prosiguió Paulson—. Multivac posee ya la mayoría de la información necesaria para decidir todas las elecciones, nacionales, provinciales y locales. Únicamente necesita comprobar ciertas imponderables actitudes mentales y, para ello, recurriremos a usted. No podemos predecir qué preguntas formulará, aunque cabe en lo posible que no tengan mucho sentido para usted..., ni siquiera para nosotros en realidad. Tal vez le pregunte qué opina sobre la recogida de basuras en su ciudad o si considera preferibles los incineradores centrales. O bien, si tiene usted un médico de cabecera o acude a la seguridad social... ¿Comprende? 

—Sí, señor. —Pues bien, pregunte lo que pregunte, usted responderá como mejor le plazca. Y si cree que ha de extenderse un poco en su explicación, hágalo. Puede hablar durante una hora si lo juzga necesario. —Sí, señor. —Una cosa más. Hemos de emplear algunos sencillos aparatos que registrarán automáticamente su presión sanguínea, las pulsaciones, la conductividad de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. La maquinaria le parecerá formidable, pero es totalmente indolora... Ni siquiera la notará. Los otros dos técnicos se atareaban ya con relucientes y pulidos aparatos, de ruedas engrasadas. 

—¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no? —preguntó Norman. 

—De ningún modo, señor Muller. No se trata en absoluto de detección de mentiras, sino de una simple medida de la intensidad emotiva. Por ejemplo, si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de su pequeña, quizá conteste usted: «A mi entender, está atestada». Mas ésas son sólo palabras. Por la manera en que reaccionen su cerebro, corazón, hormonas y glándulas sudoríparas, Multivac juzgará con exactitud con qué intensidad se interesa usted pon la cuestión. Descubrirá sus sentimientos, los traducirá mejor que usted mismo. 

—Jamás oí cosa igual —manifestó Norman.

 —Estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de Multivac son secretos celosamente guardados. Cuando se marche, se le pedirá que firme un documento jurando que jamás revelará la naturaleza de las preguntas que se le formularon, como tampoco sus respuestas, ni lo que se hizo o cómo se hizo. Cuanto menos se conozca a Multivac, menos oportunidades habrá de presiones exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio o se sirven de él para su trabajo. 

—Sonrió melancólico—. Nuestra vida resulta bastante dura... 

—Lo comprendo. —Y ahora, ¿desearía comer o beber algo? —No, gracias. Nada por el momento. —¿Alguna otra pregunta que formular? 

Norman meneó la cabeza en gesto negativo. 

—En ese caso, usted nos dirá cuando se halle dispuesto. 

—Ya lo estoy. 

—¿Seguro? —Por completo. 

Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus ayudantes, quienes se adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió que su respiración se aceleraba mientras les veía aproximarse. La prueba duró casi tres horas, con una breve interrupción para tomar café y una embarazosa sesión con un orinal. Durante todo ese tiempo, Norman Muller permaneció encajonado entre la maquinaria. Al final, tenía los huesos molidos. Pensó sardónicamente que le sería muy fácil mantener su promesa de no revelar nada de lo que había acontecido. Las preguntas ya se habían reducido a una especie de vagarosa bruma en su mente. Había pensado que Multivac hablaría con voz sepulcral y sobrehumana, resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que aquella idea se la había sugerido la excesiva espectacularidad de la televisión. La verdad le decepcionó en extremo. Las preguntas aparecían perforadas sobre una cinta metálica, que una segunda máquina convertía en palabras. Paulson leía a Norman estas palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejaba que las leyese por sí mismo. Las respuestas de Norman se inscribían en una máquina registradora, repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban entonces las enmiendas y observaciones suplementarias, todo lo cual se transmitía a Multivac. La única pregunta que Norman recordaba de momento era una incongruente bagatela:

 —¿Qué opina usted del precio de los huevos? Ahora todo había terminado. Los operadores retiraron suavemente los electrodos conectados a diversas partes de su cuerpo, desligaron la banda pulsadora de su brazo y apartaron la maquinaria a un lado. Norman se puso en pie, respiró profundamente, se estremeció y dijo: 

—¿Ya está todo? ¿Se acabó?

 —No, no del todo —respondió Paulson, sonriendo animoso—. Hemos de pedirle que se quede durante otra hora. 

—¿Y por qué? —preguntó Norman con cierta acritud. 

—Es el tiempo preciso para que Multivac incluya sus nuevos datos entre los trillones de que ya dispone. Sepa usted que existen miles de alternativas, algo sumamente complejo... Puede suceder que se produzca algún raro debate aquí o allá, que algún interventor en Phoenix, Arizona, o bien alguna asamblea en Wilkesboro, Carolina del Norte, formulen alguna duda. En tal caso, Multivac precisará hacerle una o dos preguntas decisivas. 

—No —se negó Norman—. No quiero pasar de nuevo por eso. 

—Probablemente no sucederá —trató de tranquilizarle Paulson—. Raras veces ocurre... De todos modos, habrá de quedarse pon si acaso. 

—Cierto tonillo acerado, un tenue matiz, asomó a su voz—. 

No tiene opción, ya lo sabe. Debe quedarse. Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de hombros. —No podemos dejarle leer el periódico —añadió Paulson—, pero si quiere una novela policíaca, o jugar al ajedrez..., cualquier cosa en fin que esté en nuestra mano proporcionarle para que se entretenga, dígalo sin reparos.

 —No deseo nada, gracias. Esperaré. 

Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña habitación, contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y éste se dejó caer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos. Tendría que aguardar a que transcurriese aquella hora lo mejor posible. Bien retrepado en su asiento, poco a poco fue cediendo su tensión. Su respiración se hizo menos entrecortada y, al entrelazar las manos, no advirtió ya ningún temblor en sus dedos. Tal vez no hubiese ya más preguntas. Tal vez hubiese acabado de modo definitivo. Y si todo había terminado, ahora vendrían los desfiles de antorchas y las invitaciones para hablar en toda clase de solemnidades. ¡El Votante del Año! Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un almacén de Bloomington, Indiana, un hombre que no había nacido grande ni había realizado jamás acto alguno de grandeza, se hallaría en la extraordinaria situación de impulsar a otro a la grandeza. Los historiadores hablarían con serenidad de la Elección Muller del año 2008. Ése sería su nombre, la Elección Muller. La publicidad, el puesto mejor, el chorro de dinero que tanto interesaba a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo ello sería bienvenido, desde luego. No lo rechazaba. Pero, por el momento, era otra cosa lo que comenzaba a preocuparle. Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y al cabo, representaba a todo el electorado. Era el punto focal de todos ellos. En su propia persona, y durante aquel día, se encarnaba todo Estados Unidos... Se abrió la puerta, despertando su atención y despabilándole por completo. Durante unos instantes, sintió que se le encogía el estómago. ¡Que no le hicieran más preguntas! Pero Paulson sonreía. 

—Hemos terminado, señor Muller. 

—¿No más preguntas, señor? —No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado completamente claro. Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un ciudadano particular..., en la medida en que el público lo permita.

 —Gracias, muchas gracias. —Norman se sonrojó—. Me preguntaba... ¿Quién ha sido elegido? 

Paulson meneó la cabeza. —Tendrá que esperar al anuncio oficial. El reglamento se muestra muy severo al respecto. No podemos decírselo ni siquiera a usted. Supongo que lo comprende... —Desde luego. Norman parecía embarazado. 

—El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles necesarios para que los firme usted. 

—Sí. De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de energía. Ufano y arrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la primera y mayor Democracia Electrónica habla ejercido una vez más, a través de Norman Muller (a través de él), su libre derecho al sufragio universal. 

domingo, 20 de julio de 2025

Cuatro historias de emigrantes

 

 

   "Dos años después de llegar a Montevideo, en 1953, merced al tesón, al empeño, las largas jornadas laborales y el ahorro de los dos hermanos, se produce una situación de fortuna. Los hermanos García, Isidoro y Andrés, logran reunir el dinero suficiente para traer a Montevideo a toda la familia. María Antonia se reúne con sus hijos en Montevideo, y, para mayor felicidad de la familia, completan el grupo emigrante, Amparo y Genoveva las hermanas de los primeros con sus proles.

              Un domingo, estando todos en plena tarea, llega a la casa una paisana, amiga de la familia, que le llevaba a Genoveva una ropa para arreglar. En compañía de esa amiga venía su sobrina Gloria, una hermosa jovencita de ojos grandes, gallega también. A Isidoro se le subieron los colores cuando sus miradas se cruzaron por un instante... y jamás pudo desprenderse de aquella mirada.

              Varios meses después de ese acontecimiento, Isidoro concurre a uno de los bailes de la época estival de la Quinta de Galicia. La romería comenzaba a las diez de la mañana, cuando se abrían las puertas de la quinta para que el público entrara y se ubicara alrededor de las mesas de piedra que había bajo la sombra de la arboleda. Al medio día aparecían las empanadas, las tortillas, la damajuana de vino. Las familias se juntaban. Los hombres mayores jugaban a la brisca o al dominó, las madres se dedicaban a contar historias a la vez que vigilaban a sus hijas, a ver con quién bailaban. A eso de las tres de la tarde las orquestas tocaban a todo ritmo y las pistas se llenaban de bailarines. La costumbre de las orquestas era tocar media hora y otro tanto de descanso. Cuando paraba la orquesta típica o de jazz, actuaban los gaiteros; entonces salían algunos a bailar la muiñeira, el pasodoble y la jota.

              Era costumbre que el caballero invitara a bailar a una muchacha. Si la madre de esta no hacía objeción, que podía ser mediante un gesto o una palabra, la pareja salía a la pista y por lo general bailaba toda la media hora, a no ser que la dama dijera "gracias" y se retiraba al lugar donde estaba su familia."

              "Ese domingo en la Quinta de Galicia, Isidoro invitó a bailar a una señorita. La orquesta recién comenzaba. De pronto, inesperadamente... ¡Aquellos ojos grandes! Ella bailaba con otro chico. Entonces la mirada de Gloria e Isidoro se cruzaron otra vez (...) De pronto, se voltea, y entre un numeroso grupo familiar se cruza con aquellos ojos que parecían tener un imán. Como un autómata se dirige hacia Gloria... Bailaron todas las medias horas siguientes de ese domingo veraniego, fueron los últimos en retirarse de la pista... ¡El flechazo fue para siempre!

                                                         Cuatro historias de emigrantes, Isidoro Manuel García García

domingo, 13 de julio de 2025

El zambullidor de Luis do Santos, anécdota.

 

Gran parte de la vida del pueblo pasaba por aquel almacén. Las noticias llegaban en el ómnibus de las seis y corrían por el largo mostrador de madera lustrada, donde el gallego Banderas se acodaba a darles la veracidad o el destierro que necesitaba. Tomillos, salamines, galletas, relojes de pared, trajes polvorientos, fideos petrificados, anzuelos viejos, zapatos de punta reforzada y hasta lombrices cultivadas en el fondo de la casa, cerca de la pileta de lavar ropa. Todo se podía encontrar en aquellos estantes cubiertos de polvo, llenos de adornos inútiles e historias ajadas.

            La tarde en que llegué a comprar medio kilo de la mortadela escondida en la campana de vidrio, a salvo de las moscas, no había nadie en el almacén. Banderas esperaba atrás del mostrador, la calva reluciente a la luz de la lámpara, los anteojos a punto de caerse nariz abajo por el sudor, un chaleco vetusto queriendo en vano tapar la camisa gastada, y el lápiz de tatuar las compras en la libreta de fiado, con la punta afilada, siempre listo para saltar como un asesino, oculto detrás de la oreja derecha. Rebanó el fiambre sin temblar, demostrando su mentada precisión de cirujano, y lo envolvió en un papel grasiento. Yo me paré en puntas de pie hasta llegar a la altura del mostrador para alcanzarle la libreta. Fue cuando sentí el aliento pesado, mezcla de perfume  barato, cigarros viejos y alcohol, que delata a los borrachos que no parecen borrachos. El hombre me sonrió a través de los lentes y preguntó a quemarropa por el “loco de la patilla”. Quedé mudo un instante, sorprendido ante la pregunta, y la rabia me fue tomando todo, el estómago hasta los huesos.

            Desde que tengo memoria, la pasión sin aduanas ha sido mi perdición. Levanté el envoltorio  en un movimiento rápido por encima del mostrador y la mortadela golpeó de lleno en el pecho del gordo de la cara espantada. Le di la espalda y salí raudamente, pero antes de cruzar la puerta giré para mirarlo a los ojos y desaté la bronca atascada en la garganta. “Se llama Antonio y es mi tío”, grité y la voz se despegó distinta. Después corrí hacia la casa, todavía falto de aire por la rabia, a decirles a mi madre que en el almacén de Banderas no quedaba más mortadela.

            Luis do Santos (2017) El zambullidor. Montevideo, Ed. Fin de Siglo, pp 78-79.

Luz estelar de Isaac Asimov

 LUZ ESTELAR    

 Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor. 

-¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.   

 Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.     

El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida. 

-Es la huida, jovencito -le había dicho-. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.

 -Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día. 

-No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia. 

-Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.

 -No,Trent, no.

 -El viejo le cogió la mano con trémula excitación-. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre sí.    

Describió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original -la Tierra, lo llamaban- en los tiempos prehistóricos. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.   

 -Si efectuamos el salto al azar -le explicó Brennmeyer- estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.

 Trent sacudió la cabeza. -Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado. 

Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía a nadie cerca, pero bajó la voz: -Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo.

 -Trent enarcó las cejas. 

El viejo prosiguió-: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la. galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria.  Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.

 -Parece complicado.  

-No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo. 

 -Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella. 

 -Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardíaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.

 -Usted podría sufrir un ataque cardíaco. Es más viejo. 

El anciano se encogió de hombros. -Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.    

 Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. 

Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín -no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza-, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.  Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.   

  Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.   Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia. Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algunas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.     

Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más. Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos. Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.   Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años. 

Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades eran aún más bajas que las de saltar al interior de una estrella.  Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga. ¡Era una nova!  La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante quizás solo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenerla en cuenta.  Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.    

 -¡No la tengas en cuenta! -gritó Trent-. ¡Ignórala! Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía. El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes. Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte. Si al menos se hubiera guardado el cuchillo… 


La elección de los nombres de Crónicas marcianas

 

La elección de los nombres

 Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll, montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda Tentativa. En todos los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina Spender y una ciudad Nathaniel York...

    Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero, Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.

    Y después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos bajaron a las sepulturas...

    Y cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.

    Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas replicaran también con empujones...