jueves, 17 de abril de 2025

La pieza ausente de Pablo De Santis

 La pieza ausente de Pablo de Santis 

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad —dicen— más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión. Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era director del Museo del Rompecabezas. 

Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo. Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz baja —Laínez— como si pronunciara una mala palabra. 

Le pregunté por la causa de la muerte:

“Veneno” — dijo entre dientes.

Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.

 Laínez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. “Aquí la tiene”. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal. Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La Piedad.

 —Sabemos que Fabbri tenía enemigos —dijo Laínez. 

Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez. —Troyes— dije. Lo recuerdo bien.

 — También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza?

 —Dije que no

 — ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted. 

Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución. 

—Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco. Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M. Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.

martes, 15 de abril de 2025

Fragmentos de la novela policial La traducción de Pablo De Santis

                                                                        II  

El gerente dudó unos segundos, amagó una negativa, y finalmente tomó un manojo de llaves. Ana y Rauach desaparecieron en el ascensor.

    Subí las escaleras. El primer piso estaba desierto; en el segundo encontré a Ana, que caminaba perdida. Con las dos manos se apretaba la boca del estómago.

    Rauach, el gerente del hotel, cerró la puerta de la habitación. Sacó un pañuelo del bolsillo y limpió los números dorados, tres-uno-seis, hasta hacerlos brillar. Solo reaccionó cuando le toqué el hombro. No dijo nada, pero despertó.

    -Voy a llamar al comisario.

    Khun era un buen anfitrión; esperó que casi todos hubieran terminado de comer para dar la noticia: Rina Agri está muerta. Después de un profundo silencio, todo el mundo empezó a preguntar a la vez. Khun contestó, a medida que respondía, él perdía sus energías y también los demás; cada pregunta agotaba poco a poco el tema, pero también la animación.

    Guimar llegó como un personaje nuevo incluido en una comedia para animar un cuarto acto que agoniza. Dejó su impermeable sobre uno de los sillones. Miró hacia todos lados con reprensión; no hubo nadie que no sintiera algo de culpa por las molestias que causábamos al pacífico pueblo y a su pacífico comisario.

-¿Dónde está?- preguntó.

-En el 316. Lo acompaño- dijo Rauach.

Durante diez minutos, los traductores hablamos de Rina Agri. Hablamos, todavía en presente, como si no se hubiera ido del todo, como si estuviera haciendo las valijas y fuera una falta de tacto condenarla al pasado. Después de todo, había dos platos de más en la mesa, que nadie había tocado...

        

                                                                           IX

    En la planta baja había varias habitaciones destinadas a la numerosa servidumbre que el hotel jamás llegó a albergar. En uno de esos cuartos, el 77, ubicaron el cuerpo de Valner, sobre un colchón sin sábanas, envuelto en nylon. En una mirada fugaz alcancé a ver el cuarto estrecho, apenas iluminado por una lamparita de poco voltaje, las paredes desnudas, el cuerpo demasiado grande para la cama angosta, con un brazo caído y chorreando agua por el piso.

    El gerente del hotel, Rauach,  al que yo no había visto hasta entonces, apareció vestido de saco y corbata y con un ánimo en el que mezclaban la voluntad de poner orden y la desesperación. En medio de la noche recorría el hotel dando órdenes y proclamando su inocencia.

    -El hotel no tiene ninguna responsabilidad. Los pasajeros habían sido advertidos sobre los peligros de pasar al otro lado.

    Dos policías llegaron en un jeep; uno era el comisario de Puerto Esfinge, Guimar, el otro un sargento gordo de movimientos lentos. El sargento tuvo que hacer de fotógrafo antes de que sacaran el cuerpo del agua. Lo miré trabajar; era evidente que no estaba habituado a tratar con muertos. Sacaba las fotos a la mayor distancia posible.

    -Acérquese, hombre -ordenó Guimar en voz baja-. Quiero al muerto, no al paisaje.

    Todos los invitados al congreso estábamos en el bar del hotel, espectadores de un drama del cual los otros -Rauach, el comisario, el médico al que habían despertado en mitad de la noche para firmar el certificado de defunción- eran protagonistas. Conscientes de su rol, hablaban en voz demasiado alta, pero a la vez del modo más confidencial posible, con medias palabras y sobrentendidos.

    -Quiero una lista con los nombres y los domicilios de los pasajeros -ordenó el comisario al conserje-.¿Quién encontró el cuerpo?

                                                         Fragmentos de La traducción de Pablo De Santis

    


Fragmento de Frankenstein de Mary Shelley

 

“Parte por curiosidad y parte por ocio entré en la sala de conferencias en que el señor Waldman penetró poco después. Este profesor loco se parecía a su colega. Aparentaba unos cincuenta años de edad, pero su aspecto expresaba la mayor benevolencia; algunas canas cubrían sus sienes; el cabello de la coronilla era casi totalmente negro. Su estatura era baja, pero se mantenía notablemente erguido; y su voz era la más dulce que escuché jamás. Comenzó su conferencia con una recapitulación de la historia de la química y de las diversas innovaciones hechas por diferentes estudiosos, pronunciando con fervor los nombres de los más distinguidos descubridores. Luego ofreció un breve enfoque del estado actual de la ciencia, explicó muchos de sus términos elementales.  Luego de haber realizado algunos experimentos preparatorios, concluyó con un panegírico de la moderna química, cuyos términos jamás olvidaré: «Los antiguos maestros de esta ciencia —dijo— prometían imposibles y nada realizaron. Los maestros modernos prometen muy poco; saben que no es posible transmutar metales y que el elixir de la vida es una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen haber sido hechas con el único propósito de revolver el barro y sus ojos para mirar por el microscopio u observar el crisol, verdaderamente realizaron milagros. Penetran en lo más recóndito de la naturaleza y muestran cómo funciona en su seno íntimo. Se elevan a las alturas: descubren cómo circula la sangre, y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido poderes nuevos y casi ilimitados; pueden imponerse a los truenos del cielo, imitar el terremoto y aun burlarse del mundo invisible con sus sombras»”.

 

                                               Fragmento de Frankenstein de M. Shelley

Carta a Robert Walton de su hermana Margaret. La desobediente.

                

                                                                         Londres, 29 de octubre de 17...

Querido hermano:

                         Tu última carta me ha sumido en la tristeza: sigues empecinado en alcanzar el Polo Norte? No entiendo por qué tu compromiso con Viktor Frankenstein es más importante qu lo acordado con nuestro padre. ¿Has perdido el juicio?

                        Hace ocho días, las manos toscas de un hombre de aspecto descuidado golpearon mi puerta. ¿Exagero si digo que su barba abundante olía a mar? Con pocas palabras se presentó como lugarteniente y me entregó el manuscrito que terminaste de escribir a mediados de septiembre pasado. Comencé a leerlo mientras la puerta se cerraba. Demoré varias horas, como imaginarás, pero no noté el paso del tiempo mientras estuve sumergida en tu relato.

                            Todo lo que me cuentas me ha dejado abrumada. Sorprendida, también. ¿Cómo te sientes, cuánto te ha afectado? Luego de una experiencia de ese calibre, ¿no crees que has viajado lo suficiente como para pasar unos meses en tierra firme? Lo último que dices es que estás rumbo a casa, pero tu lugarteniente me ha contado acerca de la decisión de reparar el barco en San Petersburgo. ¿Qué ha pasado que no me lo comentas al final de tu escrito? Me ha llamado la atención eso. Temo que todo lo vivido, sumado al clima despiadado del norte, haya vulnerado tu salud y no quieras confesarlo por carta para no preocuparme. ¿Cuánto tiempo seguirás lejos de nosotros?

                            Respecto al manuscrito que me has enviado, debo decirte que no deja de asombrarme un hecho muy particular: dices que Viktor Frankenstein, al llegar a la Universidad de Ingolstadt, se entrevistó con los profesores de Krempe y Waldman. Pues te sorprenderá saber que el profesor Waldman es uno de nuestros más preciados asesores.

                            Sus conocimientos sobre la química de los pigmentos, el proceso de blanqueado y las propiedades de los tejidos no dejan de maravillarme. Contar con él para mejorar la producción de nuestra fábrica de hilados es algo que agradezco todos los días. Pero no lo reconocí en la descripción que Frankenstein hace de él. Su voz no es dulce, es triste. Su mirada revela un profundo pesar. Se mueve como si estuviera siempre amenazado. Estas diferencias hicieron que fuera a verlo para constatar que se trataba de la misma persona.

                            Encontré los modos e intercalé en nuestra conversación un par de preguntas sobre su pasado. Luego le comenté que conocías a su antiguo discípulo Viktor Frankenstein. Se sorprendió, pero no emitió palabra alguna. Insistí preguntándole directamente si había sido su tutor. No negó conocerlo, pero su rostro se cerró de pronto, como una ventana atizada por el viento. Resultó indudable que la sola mención de ese nombre le ocasionaba una tormenta interior de magnitudes ingobernables. La mirada se le nubló y el mentón comenzó a temblarle al intentar emitir alguna opinión. Sentí tal bochorno al verlo así que le pedí disculpas por la perturbación que le había causado y me retiré sin más. El sofoco duró todo el camino de regreso a casa.

                        Temí que, tras esa situación, el profesor Waldman decidiera dejar su trabajo de asesor, pero, para mi sorpresa, hace unos días pasó a dejarme un cuaderno en el cual se había tomado el trabajo de escribir toda su historia. "Para que se sepa la verdad", dijo cuando lo apoyó con cuidado sobre el escritorio. Y me pidió que fuera reservada con el contenido de este relato que compartiré contigo.

                        ¿Te preguntas por qué decidió confiar en mí? Yo también lo hice, pero entendí sus razones al terminar la lectura. De todos modos continúo reflexionando sobre ella cada noche. Las expresiones que utiliza para explicar sus motivos me impulsan a ir más allá, me provocan: ¿será que espera más que redención o exculpamiento de mi parte?, ¿pretende que haga algo con toda esa información? Más allá de que es a mí a quien se dirige, ¿soy yo la verdadera destinataria de este escrito?, ¿Te has sentido de modo similar después de conocer y escuchar a Frankenstein?

                Apenas terminé de leer el cuaderno, decidí transcribir las palabras del profesor para enviártelas. Fue arduo, pero era necesario: de ningún modo me hubiera arriesgado a perder el original. Seguramente me darás la razón. Confieso que al leer me sentí afectada, pero nada comparado con lo que sentí al copiar el relato. La transcripción me ha resultado aún más reveladora. Entiendo que Frankenstein lo haya descripto de un modo tan diferente.

                ¡Cuánto me aliviará comentar contigo estos hechos cuando nos reunamos! Mientras tanto, mil bendiciones para ti, querido Robert. Recuerda que te adoro y extraño muchísimo.

                ¡Vuelve a nosotros! ¡Regresa pronto a casa!


                    Tu hermana, 

                    Margaret Saville

domingo, 6 de abril de 2025

Carta IV de Frankenstein, Mary Shelley

  Carta IV

  Inglaterra, 5 de agosto de 17...


Querida Sra. Saville:

                               Nos ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedo dejar de anotarlo, si  bien es muy probable que me veas ante de que estos papeles lleguen a tus manos.

                               El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el barco por todos los lados, dejándonos apenas el agua precisa para continuar a flote. Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porque nos envolvía una espesa niebla. Decidimos, por tanto, permanecer al pairo con la esperanza de que adviniera algún cambio en la atmósfera y el tiempo.

                              Hacia las dos de la tarde, la niebla levantó y observamos, extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que parecían no tener fin. Algunos de mis compañeros lanzaron un gemido, y yo mismo empezaba a intranquilizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó nuestra atención y distrajo nuestros pensamientos de la situación en la que nos encontrábamos. Como a media milla y en dirección al Norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un trineo y tirado por perros. Un ser de apariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba sentado en el trineo y dirigía los perros. Observamos con el catalejo el rápido avance del viajero hasta que se perdió entre los lejanos montículos de hielo.

                                Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la tripulación a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien fuera del barco. En efecto, sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había acercado durante la noche, había un trineo parecido al que ya  habíamos divisado. Únicamente un perro permanecía vivo: pero había un ser humano en el trineo, al cual los marineros intentaban persuadir de que subiera al barco. No parecía como el viajero de la noche anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuando aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó: -Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.

        Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero: -antes de subir al navío -dijo- ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde se dirige?

            Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al borde de la muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recurso que no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas del mundo. Le respondí, sin embargo, que nos dirigíamos al Polo Norte en viaje de exploración.

                    Pareció satisfacerle y consintió subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hubieras visto al hombre que de esta forma ponía condiciones a su salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Tenía los miembros casi helados y el cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el sufrimiento, jamás vi hombre alguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que volvimos a subirlo a cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligándolo a beber una pequeña cantidad. [...]

                    Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos le hubiesen privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi propio camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis obligaciones. Nunca había conocido nadie más interesante. Suele tener una expresión exaltada, como de locura, en la mirada. Pero hay momentos en los que, si alguien le demuestra alguna atención o le presta el más mínimo servicio, se le ilumina la cara con una benevolencia y ternura que no he visto en otro hombre. Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, expresó:

                - Voy en busca de alguien que huyó de mí.

               - ¿ Y el hombre a quien perseguía viajaba de manera semejante?

               - Sí.

               - Entonces pienso que lo hemos visto, pues el día antes de recogerlo a usted vimos unos perros tirando de un trineo, en el cual iba un hombre. [...]

                  Por lo que respecta a este extraño incidente, este es mi diario hasta el momento. La salud de nuestro huésped ha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, y parece inquietarse cuando alguien que no sea yo entra en su camarote. Sin embargo, sus modales son tan conciliadores y delicados, que todos los marineros se interesan por su estado, a pesar de no haber tenido apenas relación con él. Por mi parte, empiezo a quererlo como a un hermano, su constante y profundo pesar me llena de piedad y simpatía. Debe haber sido una persona muy noble en otros tiempos, ya que, deshecho como está ahora, sigue siendo tan interesante y amable. Te decía en una de mis cartas, querida Margaret, que no hallaría ningún amigo en el vasto océano, pero he encontrado un hombre a quien, antes que la desgracia quebrara su espíritu, me hubiera gustado tener por hermano.

                    De tener nuevos incidentes que relatar respecto del extranjero, te tendré al tanto.

                           Afectuosamente, tu hermano,


                                                                                                    Robert Walton

                        

Carta III de Frankenstein de Mary Shelley

  Carta III                                    

  Inglaterra, 7 de julio de 17...


Sra. Saville:

Querida hermana: 

                                        Escribo estas pocas líneas con prisa, y para decirte que estoy a salvo y muy adelantado en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra en un buque mercante que parte dentro de poco de regreso desde Arcángel, más afortunado que yo, que tal vez pasaré muchos años sin ver mi tierra natal. A pesar de eso, mi ánimo se mantiene firme: mis hombres son valerosos y al parecer decididos, sin que parezca impresionarlos los témpanos flotantes que cruzamos continuamente y que son señal de los riesgos que ofrece la zona hacia la cual nos acercamos. Hemos ya alcanzado una latitud muy alta, pero estamos en pleno verano y, aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del Sur que nos impulsan con rapidez hacia las costas que con tanto ardor deseo tocar, traen un hálito templado, del que no esperaba gozar.

                                    Hasta ahora no nos ha pasado nada digno de contar. Uno o dos huracanes y alguna vía de agua son cosas que los navegantes experimentados apenas recuerdan. Me consideraré muy feliz si nada peor nos sucede durante el viaje.

                                    Adiós mi querida Margaret. Ten la seguridad de que, por mi propio bien y por el tuyo, evitaré riesgos inútiles. Seré tranquilo, perseverante y prudente. Mas el triunfo tiene que coronar mis esfuerzos. ¿Por qué no? Hasta ahora he avanzado por ruta segura sobre los mares sin límites ni marcas. Las estrellas mismas son testigos y testimonio de mi triunfo. ¿Por qué no he de seguir avanzando por el elemento indomado pero obediente? ¿Qué puede contener al corazón decidido y a la firmeza de voluntad de un hombre? Mi esperanzado corazón se vuelca así, involuntariamente, en esta carta. Pero tengo que ponerle fin. 

                                    ¡Dios bendiga a mi hermana querida!

                                     Tuyo afectuosamente,

                                                                                                              Robert Walton


Fragmento de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary W. Shelley

                                

El misterio de los tressobretodos de Roberto Arlt

 De haberse sabido que fue Ernestina la que descubrió al ladrón, probablemente Ernestina hubiera ido a parar al presidio por un largo tiempo de su vida... Nunca pudo ser aclarado el misterio de la oficina.

Ateniéndose a los sucesos tal me fueron narrados, podría afirmar que “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades, donde las bagatelas terminan por revestir un contorno de episodio cruento en la conciencia de las personas que a diario se soportan en un ambiente estrecho de trabajo y duro de responsabilidades.

La policía realizó investigaciones superficiales en tomo del grave suceso, pero acabó por abandonar la búsqueda del autor o autora, por creer en cierto modo que el asunto no merecía el tiempo que absorbía a las actividades de los funcionarios, ocupados en novedades de mayor trascendencia.

He aquí cómo se gestó el suceso conocido entre los empleados de la “Casa Xenius, ropería para hombres y mujeres, artículos de confección, etc.”, bajo el nombre de “El misterio de los tres sobretodos”.

En la oficina de Expedición al interior de la casa Xenius comenzaron a desaparecer prendas de vestir.

Un día fue un cinturón, ¡un cinturón sin hebilla!, lo que demuestra que el ladrón echaba mano a lo que podía; otra vez fue un sobre con la suma de doce pesos, olvidado en el cajón de Ernestina; otra vez fue un retazo de seda. Un retazo de un metro, valuado en ocho pesos...

Semejantes robos, mejor dicho, hurtos, traían revuelta a la gente de la oficina. No se trataba de la cantidad en sí, aunque sí se trataba. Los valores que el ladrón substraía, por insignificantes que fueran, estacionaban en la prudencia de los empleados una atmósfera de inquietud. Allí, entre ellos, se encontraba un ladrón o una ladrona. Cada uno era responsable directamente de los artículos recibidos, esto sin dejar de tener en cuenta otro detalle: las víctimas de los robos no eran personas a las que se pudiera afectar impunemente en sus intereses.

Todos ellos vivían sobrellevando estrecheces. Sus reducidos sueldos les alcanzaban apenas para cubrir sus necesidades más inmediatas. La desaparición de un objeto valuado en cinco o en diez pesos no constituía, precisamente, una desgracia, pero sí desequilibraba desagradablemente el presupuesto del damnificado. Además, aquel que había sido robado pensaba que otro día podría volver a ocurrir semejante accidente, y tal posibilidad traía alborotado el magín de los empleados, que hasta en sueños se veían reintegrando indemnizaciones de daños que aún no habían sufrido.

No estaban agotados los comentarios sobre el robo del retazo de un metro de seda, ocurrido en la semana anterior, cuando una noticia nueva estalló como una bomba, entre la consternación de todos: ¡Habían desaparecido tres sobretodos!...

El mismo gerente de la casa Xenius no pudo evitar un escalofrío al enterarse.

El robo de tres sobretodos en una casa organizada es motivo más que suficiente para alarmar a los mismos accionistas. Sin embargo, a pedido de los empleados de la sección Ropería de hombres, el gerente no dio noticias del escándalo a los accionistas. Los siete empleados de la sección Ropería de hombres desembolsaron el importe de los tres sobretodos.

Yo podría escribir un libro con los diálogos, respuestas, preguntas, conjeturas y deducciones que se hicieron sobre aquel suceso, pero tendré que limitarme a escribir tres líneas.

¿Quién se había llevado los tres sobretodos? La argumentación de los damnificados era de este tenor:

—¿Puede un empleado o una empleada o el sereno robarse un corte de seda?

—Sí, puede.

—¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse un par de medias?

—Sí, puede.

“¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse tres sobretodos?

—No; no puede. No puede, porque tres sobretodos son inocultables en un bolsillo. Tres sobretodos hacen un bulto fenomenal. De consiguiente, el robo de tres sobretodos es materialmente imposible.

—Pero es que los sobretodos faltan —replicaban los damnificados.

—Se robaron uno a uno —replicaban los más sutiles.

—¿Cómo los sacaron de la sección?

Nadie sabía qué responder. El robo carecía prácticamente de explicación. Carecía de explicación porque la casa permanecía por la noche estrictamente cerrada. En el interior de la tienda, aparte del sereno, trabajaban tres hombres en la limpieza. Se hubiera podido sospechar del sereno, pero el sereno no se movía de la tienda y, al retirarse por la mañana del comercio, lo hacía en presencia del jefe, cuya mirada avizora registraba al cojo de pies a cabeza. El hombre no hubiera podido envolverse un sobretodo en una pierna, porque ello era materialmente imposible. Ni ponerse un sobretodo nuevo debajo del viejo, porque el tamaño saltaría a la vista. Además, hubiera tenido que complicar a la gente de la limpieza en estos robos, y nadie iba a arriesgarse por una bagatela. Y, en última instancia, ¿por qué iba a ser precisamente el sereno el ladrón?

Existía otra posibilidad: que los hombres de la limpieza o el mismo sereno pasaran las prendas robadas por la terraza a una casa vecina. Los empleados preguntaron por la terraza. La casa Xenius no tenía terraza, el piso inmediato superior estaba ocupado por escritorios. Quedaba el recurso de las ventanas que daban a un patio oscuro. Las ventanas estaban enrejadas, además cada piso sobre el patio estaba separado del otro por una malla de alambre, de manera que si alguien que robaba en el cuarto piso quería arrojar el producto de su robo a un cómplice que le esperaba en el patiecillo, las redes de alambre no hubieran permitido pasar los paquetes.

Puntualizo estos detalles porque no trabajaba en la casa Xenius ni un solo empleado que no los conociera ni los comentara.

Evidentemente, el ladrón o la ladrona estaba allí, entre ellos, era un camarada, quizá un empleado inferior o superior, un hombre de la limpieza o un chico de mandados, pero el ladrón o la ladrona estaba allí. Y era de cuidado.

¡Había robado tres sobretodos! ¡Tres sobretodos de sesenta y cinco pesos cada uno! Es decir, ciento noventa y cinco pesos. Los siete empleados que fueron víctimas del robo tuvieron que retirar de sus sueldos la suma aproximada de treinta pesos para indemnizar a la casa, y la noticia del suceso no llegó a los accionistas. El gerente, piadosamente, la calló. Pero desde el gerente, que esa noche comentó el suceso con su señora, hasta el chico del ascensor, todos estaban preocupados.

¿Qué iba a ocurrir allí?

Una de las más interesadas con los robos que se cometieron era Ernestina, empleada de la sección Expedición al interior.

Esta Ernestina es la muchacha de cuyo cajón el misterioso ladrón sustrajo el sobre que contenía doce pesos.

Ernestina creía tener un hilo que podía llevarla a establecer la identidad del ratero. Esta empleada merece una referencia, porque su actuación fue importante y curiosa.

Ernestina, físicamente, era más flaca que un gato famélico. Cuando se sentía contenta trepaba por los árboles, también como un gato. Observando su minúscula figura no se imaginara jamás que fuera tan vigorosa y resistente. Daba puñetazos tremendos.

Ernestina aspiraba a ser. Vaya a saber lo que aspiraba a ser, pero cuando salía de la oficina, un día sí y un día no, se metía en un montón de academias diferentes. Seguía cursos de inglés, de estenografía, de francés. Los que la conocían no sabían qué admirar más si su flacura, su resistencia o su actividad.

Personalmente estaba indignada contra el ladrón.

—Ese hombre es un canalla —decía—. Nos está robando a nosotros, que somos más pobres que las ratas.

Lo que no dijo fue esto:

—Es tan ladrón que hasta se roba las “medialunas” que tomamos con el café con leche.

No lo dijo, pero lo pensó.

Efectivamente, el misterioso ladrón de los tres sobretodos, del cinturón sin hebilla, de las medias de seda, acostumbraba robarse las “medialunas” que las muchachas no terminaban de comer con el café con leche que tomaban por la tarde.

Casi todas las empleadas llevaban a la tienda el café con leche en un termo. Ernestina había observado que cuando no tenía ganas de comerse las “medialunas” y las dejaba en el cajón de su escritorio para comerlas al día siguiente, una mano misteriosa que había revisado el cajón se había llevado las “medialunas”.

Ahora bien, aunque Ernestina no hizo ningún comentario al respecto, dedujo:

1º. El ladrón de la tienda no era empleado ni empleada, porque ningún empleado ni empleada se quedaba después de la hora de salida y, además, ninguno de ellos le hubiera robado a su compañero una o dos “medialunas” para tomar con el café con leche.

2º. Por lo tanto, el ladrón de las “medialunas” era un hombre que merodeaba por las oficinas después que ellos salían.

3º. Un hombre que es capaz de revisar un cajón y robarse una “medialuna” es un ser humano sin sensibilidad, con la justa mentalidad para robarse un cinturón sin hebilla, un metro de seda o los tres sobretodos.

4º. En consecuencia, el ladrón de las “medialunas” era el ladrón de las prendas anteriores, y actuaba en el comercio exclusivamente por la noche.

Sin embargo, Ernestina tuvo un escrúpulo. ¿Y si se equivocaba?

He aquí en qué podía consistir su equivocación:

Pudiera ser que, por la noche, uno de los hombres encargados de la limpieza revisara los cajones, encontrara las “medialunas” abandonadas, y suponiendo que eran desperdicios, las arrojara a la basura. Si así ocurría, su tesis era equivocada.

Resolvió hacer una prueba.

Aquel día, a la hora de tomar café con leche, comió bollitos en vez de “medialunas”, y después de arrancar un pedazo de un mordisco, dejó el bollito mordido en el cajón.

Pasaron tres días. El bollito mordido continuaba en el cajón, en consecuencia el hombre que robaba las “medialunas” no era el hombre de la limpieza, porque sino el bollito hubiera seguido el camino de la otra factura.

Y de pronto estalló otra bomba.

De la sección Sombreros para hombres desaparecieron veinte sombreros. Veinte sombreros no se ocultan entre pecho y espalda, ni tampoco metidos en un bolsillo. El personal de la tienda Xenius estaba atónito. Uno mencionó la película del Hombre invisible, y muchos se sintieron tentados a admitir que el ladrón de la tienda era un ente de condiciones sobrenaturales. Fue interrogado el sereno, los hombres de la limpieza; intervino la policía y no se aclaró nada. La situación de los empleados de la tienda se tornó insoportable. A la salida del empleo tropezaban con vigilantes que les escudriñaban de pies a cabeza. Muchos de ellos, sin que se enteraran los otros, fueron revisados. Por supuesto, inútilmente. Ernestina, una tarde, a la hora de salir, fue llamada a la gerencia. La aguardaba allí una señora que le indicó que debía dejarse registrar. Ernestina llegó a su casa hirviendo de ira. Aquella humillación era insoportable. Pero ella no estaba en condiciones de renunciar al empleo, porque su inglés era deficiente. Meditaba aquel anochecer, apoyada de codos en la mesa, cuando una idea diabólica se detuvo en su cerebro.

¿Si ella atrapara al ladrón? Al ladrón de los sombreros, de los sobretodos. Al ladrón de las “medialunas”.

Tenía un plan.

Sin vacilar, entró en el laboratorio fotográfico de su hermano. En un rincón del estante había un bote con cianuro de potasio. Echó aproximadamente un gramo de veneno en un papel, entró a su cuarto, tomó una “medialuna”, con un cortaplumas separó delicadamente la corteza, abrió en la masa un agujero, y allí vertió el veneno. Con un poco de engrudo obturó el agujero, volvió a cubrirlo con su corteza y metió la “medialuna” en su valijita, junto al termo.

Al día siguiente, por la tarde, antes de salir de la oficina, en un momento que nadie la veía, dejó la “medialuna” abandonada en el interior del cajón.

Regresó a su casa, emocionada por la calidad de la trampa que dejaba preparada. Pero era indispensable que procediera así.

Luego, para olvidarse de la magnitud del acto, fue al cine en compañía de sus hermanas. A pesar de que trataba de separar su pensamiento del drama en preparación, el drama latía con violencia en todas sus venas.

Durmió y no durmió aquella noche. Una mano carnuda y fuerte, de dedos gruesos, pasaba ante sus ojos, le rozaba el brazo y el rostro con su manga tosca, tomaba el cajón de su escritorio por la anilla, lo entreabría, hurgaba en las tinieblas y retiraba la “medialuna”...

El cansancio fue más fuerte que su temor secreto, y al amanecer terminó por dormirse. Tuvieron que despertarla repetidas veces para que se levantara. Se vistió sobresaltada.

Al llegar a la tienda y entrar al ascensor, le dijo el chico:

—Señorita Ernestina, ¿no sabe que encontraron al ladrón?

Ernestina dejó caer su cartera al suelo. Se inclinó a recogerla, pero ya recobrado por completo el dominio de sí misma.

—¿Sí?

—Era el sereno.

—¿El sereno?

—Le encontraron una pierna llena de corbatas. Parece que se suicidó.

Al entrar a la sección Expedición al interior, todos comentaban el suceso.

Resulta que al amanecer, los peones de limpieza encontraron al sereno muerto junto a su taza de café con leche. Al levantarlo, descubrieron que llevaba una pierna postiza. Vino la policía. Al sereno le faltaba una pierna. Usaba una ortopédica; en su interior esa noche había guardado dos docenas de cintas de máquina de escribir y siete corbatas de seda.

La policía allanó la casa donde vivía el sereno. En su habitación encontraron otra pierna. Una pierna de madera maciza. Cuando el sereno no estaba dispuesto a robar, usaba la pierna sin trampa. Se comprobó que en la pierna hueca cabía holgadamente un sobretodo arrollado, siempre que se le descosieran las mangas.

Tal fue la razón por la que la policía no extremó las investigaciones para determinar quién había hecho llegar a las manos del sereno la “medialuna” cargada de veneno.

Y aquel día todos los empleados de la casa Xenius, incluso Ernestina, se sintieron enormemente felices.

  1. ¿Qué papel juega Ernestina en el cuento?
  2. ¿Cuál es el marco, complicación principal y resolución del cuento?
  3. Enumera los objetos que fueron robados.
  4. Grafopeya y etopeya de este personaje.
  5. ¿Qué deducciones realiza la empleada sobre la identidad del ladrón?
  6. Ubica las perífrasis verbales con el verbo poder más infinitivo.
  7. Estudiamos el funcionamiento del complemento atributo, identificamos enunciado, verbos conjugados, oraciones, sujeto expreso o tácito previamente.

  • Aquella humillación era insoportable....todos estaban preocupados.
  • “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades,
  • El cansancio fue más fuerte que su temor secreto
  • Encuentra otros dos ejemplos de atributo en en el texto.