La luna seguro sigue sin aparecer sobre los techos. Siento un golpe seco, a modera quebrada por el viento. Abro despacio los ojos, todavía temblando. Veo al tío Amado en el piso, boca abajo, sacudido por una convulsión violenta, las piernas agarrotadas, el cuerpo fuera de sí, como si estuviera recibiendo una
descarga eléctrica.
Tiene los ojos muy blancos, el rostro amoratado, la lengua trancando el aire de
la garganta, esa aureola rota de los ahogados.
Luego de la
sorpresa, mi padre reacciona. Ya está en el suelo, le hace girar el torso con
sus manos grandes de apretar tuercas bajo el agua. Busca volver la lengua a su
lugar. Se desespera. La mandíbula de Amado es una roca. Marcos está paralizado
en un rincón. Mi madre llora abrazada a la Rosa que volvió. Afuera, los perros
quieren romper las cadenas.
Después de aplicar
toda su fuerza, exhausto y con los dedos sangrantes, mi padre logra dominar la
situación, el cuerpo va cediendo lentamente hasta quedar sereno, reposando
sobre el piso frío que hace un rato lo había visto enloquecer. Poco a poco todo
va volviendo a su lugar. El mantel, los rostros, las flores. Si no fuera por
los pedazos de cerámica que se juntan con escoba de patio nadie diría que allí
acaba de pasar una tormenta.
Tardé hasta muy
entrada la noche en comprender el acto de amor que había sucedido frente a mis
ojos cerrados. El tío Amado, entre mi padre y yo, para evitar el golpe. El tío
Amado en el suelo, sacudido por las convulsiones, por dejarme a salvo del dolor
o la tragedia.
Pocas veces en la
vida me sentí tan verdadero. De pronto descubrí que ya no estaba solo.
El zambullidor de